Tuve la suerte de ver la última película dirigida por Nanni Moretti en Roma y a pesar de que mi italiano se parece bastante al español de Berlusconi, me veo capaz de adelantar una crítica. No vaya a ser que algún día la distribuyan en España de tapadillo y pille al espectador desprevenido.
Antes de nada, hay que desterrar dos prejuicios: Sí, Nanni Moretti sale en la película, pero su papel es secundario. Más bien lo utiliza como desahogo cómico, porque la película en sí es una tragicomedia. O al menos, ésa era la intención.
El otro prejuicio tiene que ver con las ideas supuestamente comunistas de Moretti y el previsible mensaje anticlerical de la película. En efecto, este mensaje existe, pero queda en muy segundo plano. A los guionistas les preocupa más la zozobra del nuevo Papa (Michel Piccoli), como hombre solo en un mundo que no entiende, que todo el aparato del Vaticano, su pompa absurda y sus mecanismos de manipulación. Están, se ven y son inevitables, pero no se les da mayor importancia como si estuviéramos en una comedia de Alberto Sordi y Dino Risi allá por los ingenuos sesenta.
El mayor encanto de esta película, pues, reside en su complicado etiquetaje. A ratos se ve contemporánea y desoladora; por momentos parece un film de otra época que destila candor por los cuatro costados.
En cualquier caso, la película resulta demasiado amable para apuntalar su trágico final como uno se espera. Sobre todo, porque en el último tercio del film, los cardenales y el psiquiatra interpretado por Moretti rompen el ritmo de la historia principal para dedicarse a interpretar gags inofensivos que destilan alegría. Y perdemos de vista al desorientado nuevo Papa, que como en Las sandalias del pescador se mezcla con el pueblo y descubre más humanidad allí que en todo el Vaticano. Lo que ocurre es que, al contrario que el personaje que bordó Anthony Queen, este Papa va a la deriva como hombre corriente y cuando se comunica con la gente, lo hace con ciudadanos tan solitarios y perdidos como él.
En ese sentido, el film le ha salido al realizador italiano muy descompensado. Con otro montaje, reduciendo al máximo la subtrama amable y por momentos divertida, tendríamos algo menos comercial, más contundente.
De hecho, da la impresión (poco probable) de que Moretti se ha convertido, cual Bob Dylan, al catolicismo o, más bien, ha querido reconciliarse con la taquilla de su país.
Habemus papam contiene dosis altísimas de desesperación y alegría (cuando Michel Piccoli desaparece de la película), unos efectos especiales artesanales que recuerdan a la época dorada de Cinecittà (con todo lo positivo y negativo que esto puede acarrear) y, por encima de todo, se trata de una película que sabe a poco, porque el poso reflexivo se queda en levedad con sabor a déjà-vu (un cónclave que recuerda a Ángeles y demonios sin ir más lejos, unas escenas pintorescas a lo Los chicos del coro y una huída del mundo que es el pan nuestro de cada novela actual). A fin de cuentas, a la obra de Moretti se la acaban engullendo sus muchos momentos amables.
NOTA: Claro que vista la película en el cine que Moretti tiene en Roma (el Nuovo Sacher) podría haberme salido una crítica demasiado benevolente. Uno tiene sus debilidades.
Antes de nada, hay que desterrar dos prejuicios: Sí, Nanni Moretti sale en la película, pero su papel es secundario. Más bien lo utiliza como desahogo cómico, porque la película en sí es una tragicomedia. O al menos, ésa era la intención.
El otro prejuicio tiene que ver con las ideas supuestamente comunistas de Moretti y el previsible mensaje anticlerical de la película. En efecto, este mensaje existe, pero queda en muy segundo plano. A los guionistas les preocupa más la zozobra del nuevo Papa (Michel Piccoli), como hombre solo en un mundo que no entiende, que todo el aparato del Vaticano, su pompa absurda y sus mecanismos de manipulación. Están, se ven y son inevitables, pero no se les da mayor importancia como si estuviéramos en una comedia de Alberto Sordi y Dino Risi allá por los ingenuos sesenta.
El mayor encanto de esta película, pues, reside en su complicado etiquetaje. A ratos se ve contemporánea y desoladora; por momentos parece un film de otra época que destila candor por los cuatro costados.
En cualquier caso, la película resulta demasiado amable para apuntalar su trágico final como uno se espera. Sobre todo, porque en el último tercio del film, los cardenales y el psiquiatra interpretado por Moretti rompen el ritmo de la historia principal para dedicarse a interpretar gags inofensivos que destilan alegría. Y perdemos de vista al desorientado nuevo Papa, que como en Las sandalias del pescador se mezcla con el pueblo y descubre más humanidad allí que en todo el Vaticano. Lo que ocurre es que, al contrario que el personaje que bordó Anthony Queen, este Papa va a la deriva como hombre corriente y cuando se comunica con la gente, lo hace con ciudadanos tan solitarios y perdidos como él.
En ese sentido, el film le ha salido al realizador italiano muy descompensado. Con otro montaje, reduciendo al máximo la subtrama amable y por momentos divertida, tendríamos algo menos comercial, más contundente.
De hecho, da la impresión (poco probable) de que Moretti se ha convertido, cual Bob Dylan, al catolicismo o, más bien, ha querido reconciliarse con la taquilla de su país.
Habemus papam contiene dosis altísimas de desesperación y alegría (cuando Michel Piccoli desaparece de la película), unos efectos especiales artesanales que recuerdan a la época dorada de Cinecittà (con todo lo positivo y negativo que esto puede acarrear) y, por encima de todo, se trata de una película que sabe a poco, porque el poso reflexivo se queda en levedad con sabor a déjà-vu (un cónclave que recuerda a Ángeles y demonios sin ir más lejos, unas escenas pintorescas a lo Los chicos del coro y una huída del mundo que es el pan nuestro de cada novela actual). A fin de cuentas, a la obra de Moretti se la acaban engullendo sus muchos momentos amables.
NOTA: Claro que vista la película en el cine que Moretti tiene en Roma (el Nuovo Sacher) podría haberme salido una crítica demasiado benevolente. Uno tiene sus debilidades.
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