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Corre, Bambi

Bambi se adentró por el camino de arbustos, entre los abetos, y se fue alejando del mundo de dibujos animados en el que había crecido.

Quiso mirar atrás, pero no lo hizo. El hedor a sangre del cadáver de su padre todavía pesaba en el aire frío de un otoño que agonizaba.

Por delante, un sendero de hojas carcomidas por la humedad con miles de tonalidades que iban del gris al marrón. Algo que Bambi jamás vio en su vida anterior, donde el verde era oscuro o era claro, pero jamás se despegaba de su condición verdosa.

Al caminar hacia los árboles deformes, bajo un cielo plomizo, Bambi sucumbió y volvió la cabeza: el paisaje que dejaba atrás, a pesar de su espantoso crimen, era de una uniformidad tan sencilla como reconfortante.

Sin embargo, Bambi decidió seguir hacia adelante, apretó los ojos y aceleró el paso hasta que notó la fatiga por primera vez en sus carnes. Le pesaba la cabeza. La leve sombra sobre las piedras y los hierbajos que salían del asfalto le devolvió una hermosa cornamenta. Entonces, se aferró a la esperanza de que todo saldría bien, aliviado porque jamás volvería a ver a su madre ni a Tambor ni a los demás. Nadie podría preguntarle por la muerte de su padre.

Cuando se quiso dar cuenta, la noche se lo había tragado. Como no sabía hacia dónde ir, incapaz de reconocer los olores diversos que le llegaban de sopetón, siguió andando sin rumbo hasta que no pudo más. Bajo la luna llena, casi tan pura como la de los dibujos animados, se durmió junto a un poste eléctrico.

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