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Ya lo arreglará el Constitucional

La maestra despedida en 2001.
Han pasado más de diez años para que los tribunales amonesten un despido laboral improcedente.
La historia es más o menos así: una maestra de religión llevaba siete años impartiendo clases en un colegio de Almería. Todo le iba bien hasta que se enamoró de un divorciado alemán. Para no levantar suspicacias decidieron casarse por lo civil. Su plan iba cargado de las mejores intenciones: una vez el alemán recibiera la nulidad eclesiástica, los dos se casarían como el Vaticano manda.

Sin embargo, el obispado de Almería pensó que era mejor echarla de su puesto de trabajo por el bien de la moral católica. La maestra díscola se negó a aceptar el pack “castigo sin penitencia” y se metió en líos de pleitos. Lo sorprendente es que los perdió todos hasta que le pasaron la pelota al Constitucional.

Menudo papelón, porque tal y como está el tinglado de la asignatura de religión, que depende de los obispados y se salta todos los cauces reglamentarios del resto de materias, lo cierto es que son las sotanas las que tienen la sartén por el mango.

Desde un punto de vista legalista, el asunto está, aparentemente, claro: el señor Obispo hace y deshace. En realidad, no es culpa de él. Se limita a ejercer un poder que alguien le ha dado. Por eso los tribunales le dan la razón: si su Excelencia manda, su Excelencia decide.

Otro tema es que puedan tolerarse estas posturas abusivas, anacrónicas y anticonstucionales en un sistema educativo público de un país que no admite discriminaciones por religión. Ahí es donde entra el Tribunal Constitucional. Como el despido de la maestra fue injusto, no tiene más remedio que darle la razón a la mujer... más de una década después.

El problema sigue ahí, porque hoy como ayer, existe una asignatura llamada religión en la que las reglas son totalmente distintas: desde el proceso de selección de los maestros y profesores -tan oscuras o cristalinas como quiera el Obispado- hasta los contenidos del currículum pasando por el tipo de evaluación, etc.

No cabe duda de que España es un país de tradición católica, pero también beber vino y comer cocidos es tradicional, y no por eso se implanta una materia llamada Gastronomía hispánica, a expensas de la Sociedad de amigos del buen yantar.

A lo que voy: si queremos que nuestros hijos salgan bien instruidos aprovechemos esas horas perdidas entre catecismos y maestros coaccionados para enseñarles cómo afrontan las diferentes culturas el sentido de la vida a través de la filosofía y de la religión. De ahí aprenderán algo. De repetir el Credo, sacarán el Credo.

Y, luego, por la tarde, que los papás lleven a sus hijos a la parroquia católica, a la mezquita, a la sinagoga o al centro budista.

Vía El País

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