A las empresas les preocupa mucho que sus trabajadores pasen del estrés a la ansiedad y, de ahí, a la depresión. Es el mensaje que se entrelee de un reportaje muy ilustrativo que han dado en el Telediario, entre las noticias menos serias y las tonterías, poco antes de los deportes, perdón, del fútbol.
Por supuesto que nadie es tan ingenuo como para no ver en estos cursillos una preocupación de los mandamases por acabar con un tipo de bajas cada vez más frecuentes y, sobre todo, tan complicadas de atajar como los trastornos psicológicos.
Como ironía no tiene precio. Es como si el diablo se dedicara a tentar a los bomberos para tenerlos en el infierno. Allí, con sus inútiles mangueras, dándole al fuego inextinguible.
Más dramática pero realista es la imagen del marido que lleva a su mujer maltratada al servicio de urgencias después de darle una paliza.
En España, la mayoría de los empresarios, mucho antes de la crisis, han visto al trabajador como un mal necesario. Es más, siempre lo han considerado como un ser sospechoso de bajar el rendimiento, de burlarse de la inmensa generosidad de la empresa que le da de comer, y por eso han insistido en perpetuar una guerra desigual creando una jerarquía despiadada.
Para poder llegar al trabajador y lograr así una lastimosa pero imprescindible comunicación, los jefes se han visto obligados a crear departamentos intermedios en manos de empleados de su confianza, dando lugar a subjefes de todo tipo. Unos especímenes, que como todos los nuevos ricos, se olvidan de su origen y por cien (o cincuenta o quinientos) miserables euros de diferencia tratan a sus iguales como sujetos vagos y sospechosos de perjudicar a la casa, su casa, donde todo debería ser armonía.
He visto decenas de formas de hacer mobbing, despidos caprichosos, selecciones de personal absurdas y, en general, creo que los empresarios españoles deberían asumir que, aparte de llevarse la mayor tajada en euros del bizcocho, son los responsables del bienestar de sus trabajadores. Sin embargo, muchas veces pecan de irresponsables.
Su deber es tratar bien a los empleados porque es humano y, si esto no les sirve, porque es la única vía para llevar su negocio a buen puerto.
Mientras no cambien su mentalidad, entre los trabajadores sólo prosperarán los intrigantes, los calientasillas, los pelotas y los vagos.
Los que quieren hacer bien su trabajo se suelen encontrar con tantas ventanillas que acaban por no saber ni dónde está la puerta. Asimismo, el exceso de horas, la presión de sus múltiples jefes y las tareas para ayer los conducen a un destino desgraciado en forma de estrés, por lo menos...
Para prosperar en el trabajo hay que intentar que los empleados puedan conciliar su vida personal y familiar con su ocupación. Hay que mostrarles las cuentas claras del negocio, tratarles como lo que son, personas con dignidad, y no esconderles la realidad: sin ellos, no hay empresa.
Cualquier situación en la que un ser humano abusa de su autoridad ante otro no sólo es reprobable sino que esconde una declaración de guerra. Nada más lejos del objetivo principal de prosperar económicamente: vivir mejor. Y si sólo se benefician unos pocos de la prosperidad, ésta no puede durar demasiado.
Por supuesto que nadie es tan ingenuo como para no ver en estos cursillos una preocupación de los mandamases por acabar con un tipo de bajas cada vez más frecuentes y, sobre todo, tan complicadas de atajar como los trastornos psicológicos.
Como ironía no tiene precio. Es como si el diablo se dedicara a tentar a los bomberos para tenerlos en el infierno. Allí, con sus inútiles mangueras, dándole al fuego inextinguible.
Más dramática pero realista es la imagen del marido que lleva a su mujer maltratada al servicio de urgencias después de darle una paliza.
En España, la mayoría de los empresarios, mucho antes de la crisis, han visto al trabajador como un mal necesario. Es más, siempre lo han considerado como un ser sospechoso de bajar el rendimiento, de burlarse de la inmensa generosidad de la empresa que le da de comer, y por eso han insistido en perpetuar una guerra desigual creando una jerarquía despiadada.
Para poder llegar al trabajador y lograr así una lastimosa pero imprescindible comunicación, los jefes se han visto obligados a crear departamentos intermedios en manos de empleados de su confianza, dando lugar a subjefes de todo tipo. Unos especímenes, que como todos los nuevos ricos, se olvidan de su origen y por cien (o cincuenta o quinientos) miserables euros de diferencia tratan a sus iguales como sujetos vagos y sospechosos de perjudicar a la casa, su casa, donde todo debería ser armonía.
He visto decenas de formas de hacer mobbing, despidos caprichosos, selecciones de personal absurdas y, en general, creo que los empresarios españoles deberían asumir que, aparte de llevarse la mayor tajada en euros del bizcocho, son los responsables del bienestar de sus trabajadores. Sin embargo, muchas veces pecan de irresponsables.
Su deber es tratar bien a los empleados porque es humano y, si esto no les sirve, porque es la única vía para llevar su negocio a buen puerto.
Mientras no cambien su mentalidad, entre los trabajadores sólo prosperarán los intrigantes, los calientasillas, los pelotas y los vagos.
Los que quieren hacer bien su trabajo se suelen encontrar con tantas ventanillas que acaban por no saber ni dónde está la puerta. Asimismo, el exceso de horas, la presión de sus múltiples jefes y las tareas para ayer los conducen a un destino desgraciado en forma de estrés, por lo menos...
Para prosperar en el trabajo hay que intentar que los empleados puedan conciliar su vida personal y familiar con su ocupación. Hay que mostrarles las cuentas claras del negocio, tratarles como lo que son, personas con dignidad, y no esconderles la realidad: sin ellos, no hay empresa.
Cualquier situación en la que un ser humano abusa de su autoridad ante otro no sólo es reprobable sino que esconde una declaración de guerra. Nada más lejos del objetivo principal de prosperar económicamente: vivir mejor. Y si sólo se benefician unos pocos de la prosperidad, ésta no puede durar demasiado.
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