Al menos es lo que sucede a mi alrededor. Tengo la sensación de que paso más tiempo con los muertos que con los vivos. Al principio, los difuntos que calaban en mí eran personajes célebres. Hoy en día me sonrojo al pensar en la calidad humana de los muertos que contribuyeron a forjar mi forma de pensar, mi sentido de la ética y el de la estética.
Son seres que alguna vez consideré inmortales sin haberlo llegado a cavilar de ninguna manera, por supuesto. El grado de incredulidad ante sus muertes, tengo que reconocerlo, ha disminuido con el paso del tiempo. Recuerdo con estupor la muerte de Paquirri, que sucedió poco antes de que muriese mi primer ser querido, mi abuelo. A él le encantaban los toros. Y a los nueve años fui incapaz de encajar tanto un deceso como el otro. Suena increíble, ¿verdad?
Lo cierto es que a día de hoy son ya muchos los seres queridos que han abandonado esta vida y, sobre todo de mis abuelos, me acuerdo a cada instante. Pero voy a seguir hablando de esos otros muertos que me llegaron por la tele, la radio, el cine o los libros.
Con el paso de los años, fueron cayendo mitos que, por suerte, todavía no me habían influido lo suficiente como Billy Wilder. Recuerdo también con extrañeza las muertes de personajes que intuía importantes como Borges, pero que no llegaba a imaginarme su alcance. Lo mismo me ocurrió con John Lennon.
En realidad, y aunque pueda caer en el ridículo, en mi infancia me afectaban más las muertes de los personajes a los que se les daba más relieve en los telediarios, caso de Jomeini, por ejemplo. Eran seres que me habían acompañado desde siempre y que un buen día desaparecían del mapa. ¿Cómo puede entender ese antimilagro un niño?
La primera muerte que viví como una explosión fue, no podía ser de otra manera, durante mi adolescencia. Se fue Freddie Mercury y me costó encajar que nunca más saldría un disco interpretado y compuesto por él. Aunque, milagros del marketing, años después han seguido recogiendo restos y sacando material que no sé si un artista de su perfeccionismo habría soportado.
Con el paso del tiempo, a las pérdidas de familiares y amigos se han unido otras que han significado en mí un punto de retorno. Podría hablar de la extinción total de la Generación del 27, primero con Pepín Bello, y luego con Francisco de Ayala; o de las muertes de Paul Newman o José Luis López Vázquez. Todos estos nombres, y muchos más, pasan a engrosar las filas de un ejército de rostros en blanco y negro que me visitan de tanto en tanto.
Hace poco murió Miguel Delibes. Y de pronto todo el mundo habla de sus obras. Incluso he tenido que escuchar estupideces como que El camino es un libro anodino y perogrulladas como que Los santos inocentes es estupendo (seguro que sólo han visto la película).
El caso es que han tenido que pasar casi treinta y cinco años para descubrir que si llego a viejo tendré que abrirme paso en un mundo de caras nuevas con la constante presencia de los fantasmas del pasado.
Sin embargo, existen otro tipo de fantasmas, fruto del desencuentro o de la distancia, del olvido nunca, que son la encarnación en colores difusos de los seres que alguna vez han significado algo para mí y que ya no tengo cerca, pero viven, afortunadamente, en algún otro lugar. Esta pléyade de gestos, voces y miradas, a menudo mal representadas en alguna foto, también me acompaña allá donde voy. No siempre, claro. Pero siguen todos ellos un curioso orden a la hora de presentarse en turnos más o menos estacionales, más o menos caóticos. Habitan aquellas zonas, ahora lo entiendo, casi subliminales de mi memoria y se presentan de imprevisto para mis sentidos, pero con un verdadero motivo, que de momento no estoy en disposición de averiguar.
Vuelven algunos fantasmas en blanco y negro que todavía no son lo que serán y se me aparecen en forma de García Márquez, Paul Auster o Elvis Costello... ¿Cómo saldré adelante cuando ya no existan más que en el ejército de las sombras?
Quizá lo anterior sirva para distraerme del verdadero drama: seguir viviendo sin el cariño de la gente que te vio crecer.
Son seres que alguna vez consideré inmortales sin haberlo llegado a cavilar de ninguna manera, por supuesto. El grado de incredulidad ante sus muertes, tengo que reconocerlo, ha disminuido con el paso del tiempo. Recuerdo con estupor la muerte de Paquirri, que sucedió poco antes de que muriese mi primer ser querido, mi abuelo. A él le encantaban los toros. Y a los nueve años fui incapaz de encajar tanto un deceso como el otro. Suena increíble, ¿verdad?
Lo cierto es que a día de hoy son ya muchos los seres queridos que han abandonado esta vida y, sobre todo de mis abuelos, me acuerdo a cada instante. Pero voy a seguir hablando de esos otros muertos que me llegaron por la tele, la radio, el cine o los libros.
Con el paso de los años, fueron cayendo mitos que, por suerte, todavía no me habían influido lo suficiente como Billy Wilder. Recuerdo también con extrañeza las muertes de personajes que intuía importantes como Borges, pero que no llegaba a imaginarme su alcance. Lo mismo me ocurrió con John Lennon.
En realidad, y aunque pueda caer en el ridículo, en mi infancia me afectaban más las muertes de los personajes a los que se les daba más relieve en los telediarios, caso de Jomeini, por ejemplo. Eran seres que me habían acompañado desde siempre y que un buen día desaparecían del mapa. ¿Cómo puede entender ese antimilagro un niño?
La primera muerte que viví como una explosión fue, no podía ser de otra manera, durante mi adolescencia. Se fue Freddie Mercury y me costó encajar que nunca más saldría un disco interpretado y compuesto por él. Aunque, milagros del marketing, años después han seguido recogiendo restos y sacando material que no sé si un artista de su perfeccionismo habría soportado.
Con el paso del tiempo, a las pérdidas de familiares y amigos se han unido otras que han significado en mí un punto de retorno. Podría hablar de la extinción total de la Generación del 27, primero con Pepín Bello, y luego con Francisco de Ayala; o de las muertes de Paul Newman o José Luis López Vázquez. Todos estos nombres, y muchos más, pasan a engrosar las filas de un ejército de rostros en blanco y negro que me visitan de tanto en tanto.
Hace poco murió Miguel Delibes. Y de pronto todo el mundo habla de sus obras. Incluso he tenido que escuchar estupideces como que El camino es un libro anodino y perogrulladas como que Los santos inocentes es estupendo (seguro que sólo han visto la película).
El caso es que han tenido que pasar casi treinta y cinco años para descubrir que si llego a viejo tendré que abrirme paso en un mundo de caras nuevas con la constante presencia de los fantasmas del pasado.
Sin embargo, existen otro tipo de fantasmas, fruto del desencuentro o de la distancia, del olvido nunca, que son la encarnación en colores difusos de los seres que alguna vez han significado algo para mí y que ya no tengo cerca, pero viven, afortunadamente, en algún otro lugar. Esta pléyade de gestos, voces y miradas, a menudo mal representadas en alguna foto, también me acompaña allá donde voy. No siempre, claro. Pero siguen todos ellos un curioso orden a la hora de presentarse en turnos más o menos estacionales, más o menos caóticos. Habitan aquellas zonas, ahora lo entiendo, casi subliminales de mi memoria y se presentan de imprevisto para mis sentidos, pero con un verdadero motivo, que de momento no estoy en disposición de averiguar.
Vuelven algunos fantasmas en blanco y negro que todavía no son lo que serán y se me aparecen en forma de García Márquez, Paul Auster o Elvis Costello... ¿Cómo saldré adelante cuando ya no existan más que en el ejército de las sombras?
Quizá lo anterior sirva para distraerme del verdadero drama: seguir viviendo sin el cariño de la gente que te vio crecer.
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