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El maravilloso mundo de la Secretaría de Filología en la UB (extracto de mis experiencias en este mundo paralelo)

En la Secretaría de la Facultad de la Filología de la UB hay seis ventanillas y una puerta. Siete números azules de casi cuarenta centímetros de largo por diez de ancho coronan los huecos por los que debería aparecer un simpático funcionario para decirte “hasta mañana”.

Sin embargo, a las seis de la tarde de un día cualquiera sólo hay tres ventanas abiertas. A la derecha, el panorama sigue siendo desolador: la puerta vetusta ha echado raíces en la roca medieval de la universidad. Vamos, que no la abres con el martillo de Thor.

De las tres ventanas, sólo una admite consultas generales, que es a lo que viene todo el mundo. Las otras dos están especializadas en alumnos Erasmus y másters. Especialización, Bolonia, Estados Unidos... todo casa.

Espero delante de la única ventana disponible. Es la segunda vez en una semana. Ya llevo media hora y no ha habido progresos en la cola durante todo ese tiempo. La persona de delante dibuja círculos nerviosos en el suelo. Yo los borro con los ojos.

Delante de él, una chica cargada con tantos papeles que podría ser la culpable de la deforestación mundial. Los ha dejado esparcidos por todo el mostrador de la ventanilla 3, la única disponible para los que tenemos consultas generales.

Y al otro lado de la ventanilla, se arremolinan tres funcionarias alrededor de un tipo sentado ante un ordenador. Me acerco y cuento hasta cinco funcionarios más en el interior de la sala. Me llama la atención una chica alta y rubia, de unos cuarenta, que parece la supervisora, porque lo observa todo y no suelta ni pío. Tres de los ocho funcionarios están sentados en tres esquinas de la sala y pasan hojas mecánicamente como si estuvieran en otra parte.

Son las seis y media. Están a punto de cerrar. Por fin, un señor habilita la ventanilla 4. Cuando está a punto de dirigirse a mí le suena el móvil. Por un momento creo que se va a poner a hablar, pero lo apaga. No pide disculpas. Al fin y al cabo él no sabe emitir politonos. Ahora sí que levanta su cabeza calva. El tipo me hace un gesto que traduzco enseguida: “¿Qué quieres?”. No me lo dice con antipatía, sino con cansancio.

Yo tampoco le hablo y le doy la copia de un e-mail de hace veinte días donde la Secretaría me instaba a presentarme a la Secretaría para que me cambiaran un dato en su base de datos (vuelve a leer la frase, porque está bien escrita). Junto a la copia del e-mail le paso toda la documentación que improvisaron la semana pasada para que perdiera una mañana en el banco, que es lo que mucha gente hace cuando tiene un hueco en el trabajo.

El tipo se rasca la cabeza frente al ordenador. Se levanta y consulta algo con dos señoras que sólo atenderán a los alumnos de Máster, aunque no haya nadie que estudie un máster en la sala de espera, que es el caso.

Regresa el señor con andares cansinos, me da un formulario y se lo relleno. Luego, me dice que no hacía falta que le entregara tantos papeles. Asiento. Tiene razón y, como me lo ha dicho con simpatía, no me lo tomo como una burla. Firmo lo que me da y le doy las gracias.

Creo haberle oído despedirme con un “hasta luego”. Tiemblo, porque no se ha acordado de que me atendió la semana anterior.

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