Algunos ya saben que llevo un tiempo dándole vueltas a unos cuentos de terror. Los he rescrito en dos ocasiones y voy a por la tercera. Por razones de espacio y de higiene intelectual no puedo publicarlos todos ni aquí ni en ninguna otra plataforma.
Sin embargo, sí que puedo plantearos el principio de uno de los cuentos. Se titula Mortal y persa. Os tenéis que imaginar el final. Y si queréis entrar en el juego os pediré sólo dos cosas:
-Sugeridme un título para una colección de 15 cuentos (y medio) en los que no salen zombis ni nada por el estilo. ¿Qué tienen en común? Digamos que son miedos casi todos desplazados de mi infancia y adolescencia y aplicados a personajes más adultos. A mí me gustaría que fueran miedos universales en personajes individuales. Pero eso os lo dejo a vosotros. Retomo la petición: ¿Qué título le pondríais a la colección de cuentos?
-La segunda cosa que os voy a pedir es que me escribáis a la dirección de correo de mi perfil con vuestras sugerencias de todo tipo. Sobre todo si sabéis qué loco editor se atrevería con este material.
Sin más, después del salto, un pedazo de mi cuento Mortal y persa.
MORTAL Y PERSA
El gato persa se me echó encima. En cuanto abrí la puerta. Por instinto, lo rechacé con el antebrazo mientras me cubría la cara. Primero reaccioné inconscientemente, de puro miedo; luego, me lo quité de encima por mi alergia a los felinos. En cualquier caso, al gato no le hizo gracia y se puso a maullar con insistencia, pero no me atacó; se limitó a sentarse en la silla. Su lugar favorito, supuse, pues estaba lleno de pelos. Muchos pelos.
Mi primer día como cuidadora social y no tuvo otra ocurrencia el compañero que debía guiarme que pedirse el día libre. Tal y como estaba mi situación económica, aquel trabajo tenía que durarme. Así que arranqué el motor del coche destartalado del ayuntamiento y me puse en marcha hacia la casa de campo, a pesar de que no había conducido en casi diez años. Tampoco me desenvolvía demasiado bien en la zona rural donde vivía Atanasio. Era nueva en el pueblo y apenas me manejaba por las calles comerciales del centro. El campo, como los lugareños llamaban a todo lo que no estaba asfaltado, era otro mundo incluso para los vecinos de Villajoyosa. ¡Y yo que pensaba que esto sólo pasaba en la Galicia de la que huí! Mientras trataba de encajar el coche por el camino de tierra, la situación del hombre al que iba a cuidar me hizo pensar en mi propias circunstancias.
El cambio de aires que todo mi entorno me aconsejó. La corazonada de que mi lugar podría estar junto al soleado mediterráneo. Todo mi catálogo de buenos propósitos se fue por la chimenea de mi casa en el pazo, lejos de cualquier sitio.
Atanasio vivía en un lugar remoto. Solo. Le habían diagnosticado un cáncer y, para colmo, su mujer, con sus sesenta años a cuestas, lo había abandonado. Ella y la única hija del matrimonio. Con ese panorama, lo raro es que me sintiese cómoda al volante.
Debieron de ser los nubarrones, el húmedo frío o la noche sin dormir, pero cuando me interné por aquella senda apta sólo para patrullas rurales, regresé sin querer a Galicia. Mejor dicho, a mi nefasto recuerdo del pazo gallego que me vio nacer.
Por más que intentara centrarme en el camino, me asaltaban los recuerdos de la noche en que murieron mi marido Javier y mi hijo Javi, asesinados por un par de ladrones sanguinarios. La misma noche en que, una hora antes, había recibido la llamada angustiada de mi tía Aurora, que vivía en la otra punta del pazo. La noche en la que toqué a su puerta varias veces bajo la atenta mirada de su gato persa, sentado en la mecedora, y en la que me acordé de que mi tía Aurora estaba en Madrid en casa de su hija. Me lo había dicho un día antes, pero yo no me acordaba.
Y el gato parecía feliz, y yo conduje de vuelta a casa asustada por mi falta de memoria, pinché una rueda y no supe cambiarla, por lo que a duras penas llegué a casa dos horas más tarde. Cuando bajé del coche, toda mi vida se había ido a la deriva (continúa).
Sin embargo, sí que puedo plantearos el principio de uno de los cuentos. Se titula Mortal y persa. Os tenéis que imaginar el final. Y si queréis entrar en el juego os pediré sólo dos cosas:
-Sugeridme un título para una colección de 15 cuentos (y medio) en los que no salen zombis ni nada por el estilo. ¿Qué tienen en común? Digamos que son miedos casi todos desplazados de mi infancia y adolescencia y aplicados a personajes más adultos. A mí me gustaría que fueran miedos universales en personajes individuales. Pero eso os lo dejo a vosotros. Retomo la petición: ¿Qué título le pondríais a la colección de cuentos?
-La segunda cosa que os voy a pedir es que me escribáis a la dirección de correo de mi perfil con vuestras sugerencias de todo tipo. Sobre todo si sabéis qué loco editor se atrevería con este material.
Sin más, después del salto, un pedazo de mi cuento Mortal y persa.
MORTAL Y PERSA
El gato persa se me echó encima. En cuanto abrí la puerta. Por instinto, lo rechacé con el antebrazo mientras me cubría la cara. Primero reaccioné inconscientemente, de puro miedo; luego, me lo quité de encima por mi alergia a los felinos. En cualquier caso, al gato no le hizo gracia y se puso a maullar con insistencia, pero no me atacó; se limitó a sentarse en la silla. Su lugar favorito, supuse, pues estaba lleno de pelos. Muchos pelos.
Mi primer día como cuidadora social y no tuvo otra ocurrencia el compañero que debía guiarme que pedirse el día libre. Tal y como estaba mi situación económica, aquel trabajo tenía que durarme. Así que arranqué el motor del coche destartalado del ayuntamiento y me puse en marcha hacia la casa de campo, a pesar de que no había conducido en casi diez años. Tampoco me desenvolvía demasiado bien en la zona rural donde vivía Atanasio. Era nueva en el pueblo y apenas me manejaba por las calles comerciales del centro. El campo, como los lugareños llamaban a todo lo que no estaba asfaltado, era otro mundo incluso para los vecinos de Villajoyosa. ¡Y yo que pensaba que esto sólo pasaba en la Galicia de la que huí! Mientras trataba de encajar el coche por el camino de tierra, la situación del hombre al que iba a cuidar me hizo pensar en mi propias circunstancias.
El cambio de aires que todo mi entorno me aconsejó. La corazonada de que mi lugar podría estar junto al soleado mediterráneo. Todo mi catálogo de buenos propósitos se fue por la chimenea de mi casa en el pazo, lejos de cualquier sitio.
Atanasio vivía en un lugar remoto. Solo. Le habían diagnosticado un cáncer y, para colmo, su mujer, con sus sesenta años a cuestas, lo había abandonado. Ella y la única hija del matrimonio. Con ese panorama, lo raro es que me sintiese cómoda al volante.
Debieron de ser los nubarrones, el húmedo frío o la noche sin dormir, pero cuando me interné por aquella senda apta sólo para patrullas rurales, regresé sin querer a Galicia. Mejor dicho, a mi nefasto recuerdo del pazo gallego que me vio nacer.
Por más que intentara centrarme en el camino, me asaltaban los recuerdos de la noche en que murieron mi marido Javier y mi hijo Javi, asesinados por un par de ladrones sanguinarios. La misma noche en que, una hora antes, había recibido la llamada angustiada de mi tía Aurora, que vivía en la otra punta del pazo. La noche en la que toqué a su puerta varias veces bajo la atenta mirada de su gato persa, sentado en la mecedora, y en la que me acordé de que mi tía Aurora estaba en Madrid en casa de su hija. Me lo había dicho un día antes, pero yo no me acordaba.
Y el gato parecía feliz, y yo conduje de vuelta a casa asustada por mi falta de memoria, pinché una rueda y no supe cambiarla, por lo que a duras penas llegué a casa dos horas más tarde. Cuando bajé del coche, toda mi vida se había ido a la deriva (continúa).
Comentarios
Cuentos para no dormir ... la siesta
Respecte al títol... Sembla que els contes siguen soporífers, i potser ho son, però no seré jo qui ho diga jejejeje
Gràcies!