Cuando menos te lo esperas, cuando ya estás preparado para escribir un artículo tóxico sobre la sociedad del desastre, te llama un amigo por teléfono y te dice que hará treinta kilómetros por la noche, a eso de las nueve, tras un día agotador de trabajo, y antes de otra jornada infernal en un instituto. Sólo por charlar un rato contigo.
No debería ser una sorpresa que este amigo se ofrezca a regalarte su tiempo a pesar de la inmejorable compañía de sus dos niños pequeños y su mujer. Al fin y al cabo, ya lo ha hecho alguna vez. Será que uno se ha a acostumbrado a jugar en la liga (ficticia o no) de los que reciben disgustos o el simple ninguneo.
Por eso no sabes cómo agradecérselo y la culpabilidad te pierde. Hasta tal punto que le dices que no arranque el coche, que se quede en casa con su pijama y su familia, que no merece la pena. Te hace caso, pero al día siguiente, una hora antes, te llama de nuevo y esta vez no te queda ninguna duda: no tienes ningún derecho a poner tu ego-culpabilidad por delante.
Merece la pena comentar un gesto así: una persona de la que te sientes orgulloso, porque crees que trata de esforzarse en todo lo que hace, y porque consideras que realiza más cosas por los demás que por sí mismo; una persona, a todas luces mejor que tú, decide venir a visitarte.
Es cómodo tratar a alguien así. No necesitas esforzarte, porque nunca estarás a la altura. Así y todo, ya que sólo puede quedarse media hora, eliges un bar agradable en lugar del local apestoso cerca de tu casa.
Cuando se marcha, uno se cuestiona su propia pequeñez. La gente tiende a imaginarse virtudes inexistentes en las personas que saben hablar o escribir. Sin embargo, no les da por atribuirle cualidades extraordinarias a los que nadan muy bien, cocinan de cine o controlan a la perfección el bricolaje.
Jaume, que así se llama mi amigo, me conoce desde antes que me diera por sacar a la luz lo que escribo. Yo no sé si me verá diferente si algún día consigo escribir bien y que me publiquen y todo eso. De todas maneras, nunca me he propuesto dármelas de lo que no soy con nadie y menos con amigos como él. Qué estupidez.
Estoy en una etapa en la que observo más que hablo. Y lo que observo, principalmente, es que la gente con la que he tratado de madurar va cosechando sus frutos: parejas que se consolidan, hijos que crecen, cierta tranquilidad económica, mayor sabiduría, un sitio fijo en el que vivir, etc.
De lo anterior poco o nada tengo. En cambio, de eso mismo mi amigo Jaume puede dar ejemplo. Por eso, mientras cojo de la mano a una chica maravillosa (cuyo aguante también escapa a mi comprensión), intento explicarme cómo puede ser que personas como Jaume hagan un solo kilómetro para ver a tipos como yo.
Al menos esta vez no se me ocurre atribuirme el mérito. En lugar de mirarme el ombligo, pienso en una forma de transmitirle mi agradecimiento y, ahora mismo, me gustaría ser un poeta competente para brindarle un mejor homenaje que estas líneas.
NOTA: Dedicado a Jaume Oliver, buen traductor, buen profesor y mejor persona.
No debería ser una sorpresa que este amigo se ofrezca a regalarte su tiempo a pesar de la inmejorable compañía de sus dos niños pequeños y su mujer. Al fin y al cabo, ya lo ha hecho alguna vez. Será que uno se ha a acostumbrado a jugar en la liga (ficticia o no) de los que reciben disgustos o el simple ninguneo.
Por eso no sabes cómo agradecérselo y la culpabilidad te pierde. Hasta tal punto que le dices que no arranque el coche, que se quede en casa con su pijama y su familia, que no merece la pena. Te hace caso, pero al día siguiente, una hora antes, te llama de nuevo y esta vez no te queda ninguna duda: no tienes ningún derecho a poner tu ego-culpabilidad por delante.
Merece la pena comentar un gesto así: una persona de la que te sientes orgulloso, porque crees que trata de esforzarse en todo lo que hace, y porque consideras que realiza más cosas por los demás que por sí mismo; una persona, a todas luces mejor que tú, decide venir a visitarte.
Es cómodo tratar a alguien así. No necesitas esforzarte, porque nunca estarás a la altura. Así y todo, ya que sólo puede quedarse media hora, eliges un bar agradable en lugar del local apestoso cerca de tu casa.
Cuando se marcha, uno se cuestiona su propia pequeñez. La gente tiende a imaginarse virtudes inexistentes en las personas que saben hablar o escribir. Sin embargo, no les da por atribuirle cualidades extraordinarias a los que nadan muy bien, cocinan de cine o controlan a la perfección el bricolaje.
Jaume, que así se llama mi amigo, me conoce desde antes que me diera por sacar a la luz lo que escribo. Yo no sé si me verá diferente si algún día consigo escribir bien y que me publiquen y todo eso. De todas maneras, nunca me he propuesto dármelas de lo que no soy con nadie y menos con amigos como él. Qué estupidez.
Estoy en una etapa en la que observo más que hablo. Y lo que observo, principalmente, es que la gente con la que he tratado de madurar va cosechando sus frutos: parejas que se consolidan, hijos que crecen, cierta tranquilidad económica, mayor sabiduría, un sitio fijo en el que vivir, etc.
De lo anterior poco o nada tengo. En cambio, de eso mismo mi amigo Jaume puede dar ejemplo. Por eso, mientras cojo de la mano a una chica maravillosa (cuyo aguante también escapa a mi comprensión), intento explicarme cómo puede ser que personas como Jaume hagan un solo kilómetro para ver a tipos como yo.
Al menos esta vez no se me ocurre atribuirme el mérito. En lugar de mirarme el ombligo, pienso en una forma de transmitirle mi agradecimiento y, ahora mismo, me gustaría ser un poeta competente para brindarle un mejor homenaje que estas líneas.
NOTA: Dedicado a Jaume Oliver, buen traductor, buen profesor y mejor persona.
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