Durante un tiempo me torturé tratando de recordar las situaciones más agradables que había vivido. Me lo había pedido mi psicoterapeuta, y por el dinero que me sacaba por hora, más me valía ponerme a ello con verdadero entusiasmo.
Luego, llegaba el momento de la consulta y me veía incapaz de darle una respuesta sincera, así que, para no parecer un ser anodino y triste, me inventaba situaciones, más o menos basadas en mis recuerdos y en algún que otro tópico, las tardes de playa en verano (detesto la playa), conducir por la noche (no conduzco), acampar en mitad de un bosque (me aterrorizan los animales silvestres).
Así, fui malgastando el tiempo y el dinero sesión tras sesión hasta que no pude más. Tras recibir una bronca por parte de la psicoterapeuta, “si no pones de tu parte, va a ser imposible”, se lo confesé: cada vez que intento recordar algún momento bonito, me bloqueo.
Es más, desde que me lo pediste, creo que se me han disparado los niveles de ansiedad. La psicoterapeuta soltó el bolígrafo de entre los dedos, asomó sus enormes ojos verdes por encima de las gafas metálicas y me miró muy seria: “¿Qué estarías haciendo ahora si no tuvieras esta cita, si te encontraras sin nada qué hacer y si nadie te molestara?”
Nunca he sido una persona imaginativa, pero el sábado anterior me había ocurrido más o menos la situación que me planteaba.
Nieves no estaba en casa. Había salido a hacer un cursillo fuera de la ciudad y yo no tenía nada que hacer, ni me apetecía organizar ningún plan con nadie. Así que le conté lo que hice a la psicoterapeuta: como no me apetecía moverme de casa, me quedé en la cama leyendo un libro buenísimo.
A mitad de la mañana me preparé un zumo natural de fresas para acompañar la tostada con aceite. Luego, estuve cantando en un karaoke de andar por casa y (titibué, con algo de vergüenza) me grabé con el ordenador hasta que quedé satisfecho. (Me preguntó qué canción y le dije la verdad: “Everyday I Write the book”. Después creo que jugué a la videoconsola, sí, a la consola, a uno de esos juegos en los que matas nazis sin parar. Hacia las dos se me antojó comida china, me vestí y bajé hasta un restaurante que no está muy lejos. Por el camino me compré una revista de cine...
La psicoterapeuta me dejó que siguiera contando detalles de un día cualquiera de esos a los que hasta entonces no le había dado importancia. La verdad es que seguí narrando por inercia y entonces no le vi el mayor provecho. Sin embargo, una hora después, cuando volvía en el autobús hacia casa me acordé del momento más dulce de aquel día: el momento en el que supe que faltaba muy poco para que volvieras.
Me encontraste recostado en el sofá, medio dormido, y a pesar de parecer cansada, no dejaste que me levantara y me diste un beso. Luego, me llamaste para irme a dormir y descubrí que no sólo habías hecho la cama sino que habías puesto sábanas limpias. Ahora mismo no puedo pensar en un instante más hermoso.
Luego, llegaba el momento de la consulta y me veía incapaz de darle una respuesta sincera, así que, para no parecer un ser anodino y triste, me inventaba situaciones, más o menos basadas en mis recuerdos y en algún que otro tópico, las tardes de playa en verano (detesto la playa), conducir por la noche (no conduzco), acampar en mitad de un bosque (me aterrorizan los animales silvestres).
Así, fui malgastando el tiempo y el dinero sesión tras sesión hasta que no pude más. Tras recibir una bronca por parte de la psicoterapeuta, “si no pones de tu parte, va a ser imposible”, se lo confesé: cada vez que intento recordar algún momento bonito, me bloqueo.
Es más, desde que me lo pediste, creo que se me han disparado los niveles de ansiedad. La psicoterapeuta soltó el bolígrafo de entre los dedos, asomó sus enormes ojos verdes por encima de las gafas metálicas y me miró muy seria: “¿Qué estarías haciendo ahora si no tuvieras esta cita, si te encontraras sin nada qué hacer y si nadie te molestara?”
Nunca he sido una persona imaginativa, pero el sábado anterior me había ocurrido más o menos la situación que me planteaba.
Nieves no estaba en casa. Había salido a hacer un cursillo fuera de la ciudad y yo no tenía nada que hacer, ni me apetecía organizar ningún plan con nadie. Así que le conté lo que hice a la psicoterapeuta: como no me apetecía moverme de casa, me quedé en la cama leyendo un libro buenísimo.
A mitad de la mañana me preparé un zumo natural de fresas para acompañar la tostada con aceite. Luego, estuve cantando en un karaoke de andar por casa y (titibué, con algo de vergüenza) me grabé con el ordenador hasta que quedé satisfecho. (Me preguntó qué canción y le dije la verdad: “Everyday I Write the book”. Después creo que jugué a la videoconsola, sí, a la consola, a uno de esos juegos en los que matas nazis sin parar. Hacia las dos se me antojó comida china, me vestí y bajé hasta un restaurante que no está muy lejos. Por el camino me compré una revista de cine...
La psicoterapeuta me dejó que siguiera contando detalles de un día cualquiera de esos a los que hasta entonces no le había dado importancia. La verdad es que seguí narrando por inercia y entonces no le vi el mayor provecho. Sin embargo, una hora después, cuando volvía en el autobús hacia casa me acordé del momento más dulce de aquel día: el momento en el que supe que faltaba muy poco para que volvieras.
Me encontraste recostado en el sofá, medio dormido, y a pesar de parecer cansada, no dejaste que me levantara y me diste un beso. Luego, me llamaste para irme a dormir y descubrí que no sólo habías hecho la cama sino que habías puesto sábanas limpias. Ahora mismo no puedo pensar en un instante más hermoso.
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