Mi abuela, a sus ochenta y tantos años, todavía recordaba una fecha clave para la historia de La Vila Joiosa, la inauguración de la estación de tren, de la mano del rey Alfonso XIII.
Todo el pueblo fue hasta allí para ver a su Majestad, aunque muchos sólo se encontraron con ellos mismos y un ambiente de feria, con organillos y puestos de dulces. Al menos es lo que recuerdan.
Cuando iba al colegio, a finales de los ochenta, casi todos los maestros contaban la misma historia: La Vila Joiosa era una ciudad desde que el rey Alfonso XIII le había cedido ese privilegio.
Ignoro si coincidieron en el tiempo la inauguración de la primera estación de ferrocarril y la decisión de otorgarle el rango de ciudad a La Vila Joiosa. Incluso es posible que Alfonso XIII, siendo uno de los más cobardes borbones y un pésimo político, enviara a un doble a mi pueblo y ni siquiera se enterara nunca del cambio cualitativo para los vileros.
Sé que me muevo en terrenos pantanosos si digo que para mí La Vila (La Vila Joiosa es el nombre real, Villajoyosa es la criminal traducción franquista, pero todos lo conocen como La Vila) es, desde que tengo uso de razón, un pueblo. Para mí no tiene una carga negativa, pero si me lo preguntan, no tengo miedo a negarlo: la Vila Joiosa cumple con los peores defectos de los pueblos:
-Cuenta con tres o cuatro caciques localizados. Se les llama de usted y se les reverencia más que se les odia.
-La corruptela política no sabe de partidos y se traspasa de familia en familia. Antes, en tiempos de Franco, se elegían a dedo, ahora se les vota.
-La gente carece de espíritu crítico y quien lo tiene lo ejerce en la intimidad de su casa o tras la barra de un bar. Hasta cierto punto: no conviene amargarse.
-Se valora siempre más lo de fuera que lo de dentro. Misteriosamente, esta idea convive con otra aparentemente contraria: no se vive mejor en ningún otro sitio y el pueblo cuenta con tres o cuatro aspectos insuperables en el resto del planeta (en el caso de La Vila, las fiestas de Moros y Cristianos, el chocolate y supongo que algún plato local o quizá el clima). Creo que en las personas se le denomina complejo de inferioridad.
-La gente se sitúa en dos bandos: los vileros de toda la vida y los forasteros (aunque lleven viviendo cincuenta años o más). Los de toda la vida hablan un valenciano horrible, pero si algún día un forastero intentara hablarlo lo tacharían de impostor a la primera. Por tanto, los forasteros hablan en castellano con un deje extraño. De un tiempo a esta parte se está gestando un grupo despreciado por unos y otros, quizá dos: los extranjeros (los ricos, caprichosos y petulantes; y los pobres, delincuentes y despreciables).
-Por último, para no resultar odioso porque podría seguir y seguir, señalaré el elemento más llamativo: todo el mundo cree que si las cosas se hacen de una manera determinada tal vez no exista un cambio posible.
Dicho esto, reconozco que estas características no son exclusivas de La Vila (ya lo destaco arriba, pero lo repito por si acaso alguien quiere malinterpretarme a toda costa). Puede que haya un par de puntos muy discutibles, pero a poco que un vilero reflexione sobre su realidad tendrá que aceptar que se dan casi todas las circunstancias. Lo más subjetivo de lo anterior es, sin duda, que yo, porque así lo creo, denomino pueblos a todos los villorrios, aldeas o ciudades que cumplan con gran parte de los puntos expuestos.
Si algún lector de la Vila se siente maltratado en su orgullo quizá sienta curiosidad también sobre los motivos por los que este vilero desagradecido, transplantado para más inri en Barcelona, dedica un artículo a cagarse en la madre patria (desde luego, nada más lejos de mi intención).
Seguramente le vengan a la cabeza varios motivos posibles:
a) Un tal señor Orts andaba detrás de unos terrenos que me han expropiado para construir unos apartamentos que no se venderán en muchos años.
b) Me molesta que el PP, a pesar de habernos colocado durante dos legislaturas a un alcalde tramposo, siga gobernando a golpe de nepotismo y de corrupción. Puede que incluso me moleste que mis queridos vileros sean los culpables por haberles vuelto a regalar su conciencia en forma de voto.
c)Alguien me ha dado la tabarra en la barra de un bar sobre lo poco que evoluciona el pueblo, mientras meneaba la cucharilla de su carajillo, el mismo que se bebe cada día a la misma hora en el mismo bar desde hace veinte años.
d)Alguien ha respondido “ellos no tienen nuestras fiestas” tras escuchar mi comentario sobre lo bien que se lo han montado en Altea y El Campello para lograr tener unos paseos marítimos de calidad.
e) He ayudado a cruzar la calle a una señora y en lugar de darme las gracias, cuando me despedía en correcto valencià, me ha mirado con cara extraña y me ha preguntado: Tu “eres” foraster?
f) Un lector de este artículo cree que es imposible lograr que La Vila cree empleo o, algo mucho más fácil, que el paseo marítimo sea peatonal y, como mínimo, tan amplio y agradable como hace años. No se puede imaginar, de hecho, que las mejoras aplicadas a varios pueblos de la zona sean trasladables a La Vila.
g) Ninguna de las anteriores.
En efecto, la respuesta es la g. Nada de esto me ha sucedido en mi última visita a la Vila. A lo mejor lo explico y me acusan de frívolo. Me importa poco y la verdad es que todo este texto surge a partir de un sábado por la noche en la que se me ocurre ir con mi pareja a los cines La Vila a un estreno cinematográfico. En el total de las cuatro salas, a las diez y media de la noche, hay dos personas. Nosotros dos.
Cuando salgo de la película no tengo humor para comentarla. Sólo pienso en aquellos años maravillosos de los cuatro cines de verano y los dos de invierno. Me entristece pensar en los largos años que pasaron desde que se cerró el último cine, el Mediterráneo, hasta que el grupo Colci abrió los multicines La Vila. Creo que fueron cinco años. Quizá más.
Recuerdo que los adolescentes teníamos que hacer peregrinaciones en autobús a Benidorm para ver una película de estreno. Todos los vileros estaban de acuerdo: una ciudad no era posible sin la variable “cine” en su callejero. La alegría de la inauguración de las cuatro salas actuales duró un par de años. El último lleno absoluto debió de coincidir con los Oscar de Titanic.
Siento vergüenza ajena y propia cada vez que se apaga la luz en cualquiera de las cuatro salas de los Cines La Vila y descubro que estoy solo. A veces hay dos personas más. Otras veces somos cinco o seis. Si la película goza de buena reputación, no hay nadie más que yo. Y acabo saliendo del cine a las doce de la noche sin saber si es culpa mía o del pueblo entero que la única persona que todavía mantiene su puesto de trabajo en los cines se haya quedado hasta las tantas para poner una sola película a una sola persona.
A todo esto, si a alguien se le ocurre pensar que no quiero a mi pueblo, uno de los dos acaba de fracasar: o yo no sé escribir o el lector no sabe leer. Cualquier otra opción me resulta inconcebible, porque nadie se preocupa por criticar algo que no le interese lo suficiente. Aparte, en pleno siglo XXI prefiero pensar que ya no quedan muchas personas que vean el mundo en blanco y negro.
Todo el pueblo fue hasta allí para ver a su Majestad, aunque muchos sólo se encontraron con ellos mismos y un ambiente de feria, con organillos y puestos de dulces. Al menos es lo que recuerdan.
Cuando iba al colegio, a finales de los ochenta, casi todos los maestros contaban la misma historia: La Vila Joiosa era una ciudad desde que el rey Alfonso XIII le había cedido ese privilegio.
Ignoro si coincidieron en el tiempo la inauguración de la primera estación de ferrocarril y la decisión de otorgarle el rango de ciudad a La Vila Joiosa. Incluso es posible que Alfonso XIII, siendo uno de los más cobardes borbones y un pésimo político, enviara a un doble a mi pueblo y ni siquiera se enterara nunca del cambio cualitativo para los vileros.
Sé que me muevo en terrenos pantanosos si digo que para mí La Vila (La Vila Joiosa es el nombre real, Villajoyosa es la criminal traducción franquista, pero todos lo conocen como La Vila) es, desde que tengo uso de razón, un pueblo. Para mí no tiene una carga negativa, pero si me lo preguntan, no tengo miedo a negarlo: la Vila Joiosa cumple con los peores defectos de los pueblos:
-Cuenta con tres o cuatro caciques localizados. Se les llama de usted y se les reverencia más que se les odia.
-La corruptela política no sabe de partidos y se traspasa de familia en familia. Antes, en tiempos de Franco, se elegían a dedo, ahora se les vota.
-La gente carece de espíritu crítico y quien lo tiene lo ejerce en la intimidad de su casa o tras la barra de un bar. Hasta cierto punto: no conviene amargarse.
-Se valora siempre más lo de fuera que lo de dentro. Misteriosamente, esta idea convive con otra aparentemente contraria: no se vive mejor en ningún otro sitio y el pueblo cuenta con tres o cuatro aspectos insuperables en el resto del planeta (en el caso de La Vila, las fiestas de Moros y Cristianos, el chocolate y supongo que algún plato local o quizá el clima). Creo que en las personas se le denomina complejo de inferioridad.
-La gente se sitúa en dos bandos: los vileros de toda la vida y los forasteros (aunque lleven viviendo cincuenta años o más). Los de toda la vida hablan un valenciano horrible, pero si algún día un forastero intentara hablarlo lo tacharían de impostor a la primera. Por tanto, los forasteros hablan en castellano con un deje extraño. De un tiempo a esta parte se está gestando un grupo despreciado por unos y otros, quizá dos: los extranjeros (los ricos, caprichosos y petulantes; y los pobres, delincuentes y despreciables).
-Por último, para no resultar odioso porque podría seguir y seguir, señalaré el elemento más llamativo: todo el mundo cree que si las cosas se hacen de una manera determinada tal vez no exista un cambio posible.
Dicho esto, reconozco que estas características no son exclusivas de La Vila (ya lo destaco arriba, pero lo repito por si acaso alguien quiere malinterpretarme a toda costa). Puede que haya un par de puntos muy discutibles, pero a poco que un vilero reflexione sobre su realidad tendrá que aceptar que se dan casi todas las circunstancias. Lo más subjetivo de lo anterior es, sin duda, que yo, porque así lo creo, denomino pueblos a todos los villorrios, aldeas o ciudades que cumplan con gran parte de los puntos expuestos.
Si algún lector de la Vila se siente maltratado en su orgullo quizá sienta curiosidad también sobre los motivos por los que este vilero desagradecido, transplantado para más inri en Barcelona, dedica un artículo a cagarse en la madre patria (desde luego, nada más lejos de mi intención).
Seguramente le vengan a la cabeza varios motivos posibles:
a) Un tal señor Orts andaba detrás de unos terrenos que me han expropiado para construir unos apartamentos que no se venderán en muchos años.
b) Me molesta que el PP, a pesar de habernos colocado durante dos legislaturas a un alcalde tramposo, siga gobernando a golpe de nepotismo y de corrupción. Puede que incluso me moleste que mis queridos vileros sean los culpables por haberles vuelto a regalar su conciencia en forma de voto.
c)Alguien me ha dado la tabarra en la barra de un bar sobre lo poco que evoluciona el pueblo, mientras meneaba la cucharilla de su carajillo, el mismo que se bebe cada día a la misma hora en el mismo bar desde hace veinte años.
d)Alguien ha respondido “ellos no tienen nuestras fiestas” tras escuchar mi comentario sobre lo bien que se lo han montado en Altea y El Campello para lograr tener unos paseos marítimos de calidad.
e) He ayudado a cruzar la calle a una señora y en lugar de darme las gracias, cuando me despedía en correcto valencià, me ha mirado con cara extraña y me ha preguntado: Tu “eres” foraster?
f) Un lector de este artículo cree que es imposible lograr que La Vila cree empleo o, algo mucho más fácil, que el paseo marítimo sea peatonal y, como mínimo, tan amplio y agradable como hace años. No se puede imaginar, de hecho, que las mejoras aplicadas a varios pueblos de la zona sean trasladables a La Vila.
g) Ninguna de las anteriores.
En efecto, la respuesta es la g. Nada de esto me ha sucedido en mi última visita a la Vila. A lo mejor lo explico y me acusan de frívolo. Me importa poco y la verdad es que todo este texto surge a partir de un sábado por la noche en la que se me ocurre ir con mi pareja a los cines La Vila a un estreno cinematográfico. En el total de las cuatro salas, a las diez y media de la noche, hay dos personas. Nosotros dos.
Cuando salgo de la película no tengo humor para comentarla. Sólo pienso en aquellos años maravillosos de los cuatro cines de verano y los dos de invierno. Me entristece pensar en los largos años que pasaron desde que se cerró el último cine, el Mediterráneo, hasta que el grupo Colci abrió los multicines La Vila. Creo que fueron cinco años. Quizá más.
Recuerdo que los adolescentes teníamos que hacer peregrinaciones en autobús a Benidorm para ver una película de estreno. Todos los vileros estaban de acuerdo: una ciudad no era posible sin la variable “cine” en su callejero. La alegría de la inauguración de las cuatro salas actuales duró un par de años. El último lleno absoluto debió de coincidir con los Oscar de Titanic.
Siento vergüenza ajena y propia cada vez que se apaga la luz en cualquiera de las cuatro salas de los Cines La Vila y descubro que estoy solo. A veces hay dos personas más. Otras veces somos cinco o seis. Si la película goza de buena reputación, no hay nadie más que yo. Y acabo saliendo del cine a las doce de la noche sin saber si es culpa mía o del pueblo entero que la única persona que todavía mantiene su puesto de trabajo en los cines se haya quedado hasta las tantas para poner una sola película a una sola persona.
A todo esto, si a alguien se le ocurre pensar que no quiero a mi pueblo, uno de los dos acaba de fracasar: o yo no sé escribir o el lector no sabe leer. Cualquier otra opción me resulta inconcebible, porque nadie se preocupa por criticar algo que no le interese lo suficiente. Aparte, en pleno siglo XXI prefiero pensar que ya no quedan muchas personas que vean el mundo en blanco y negro.
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