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Las alegres chicas de la anestesia (Mi Primera Operación II)

Heme allí, tumbado, en la soledad de un apartado donde sólo cabía mi cama con ruedas. Apenas si quedaban a los lados, dos estrecho huecos. El techo estaba muy bajo desde las alturas de la cama, las paredes como de módulos de una oficina de teleoperadores. Mucha gente del mismo color verde. Me empecé a marear, poco acostumbrando a ver un mundo artificial desde aquella altura y boca arriba. Me imaginé en un plató televisivo. Yo era la cámara.

Por un momento cerré los ojos y vi informáticos por todas partes. La sinestesia de los ordenadores debió de ser. Luego, los volví a cerrar y abrir, y entonces los bultos verdes se convirtieron en enfermeras. Iban y venían. Una me anudó una goma en la muñeca, como si me fuera a meter un chute. De hecho, es la función de los anestesistas. Pero luego vino una segunda enfermera y me echó la bronca, que quién me había puesto eso. Yo no supe qué decirle. Me quitó aquello de la muñeca y se dio la vuelta con un mohín de enfado que terminó con una muesca de asco.

Y yo que pensaba relajarme tratando de no mirar la puerta del quirófano 3, a dos pasos. Al menos estaban consiguiendo que me olvidara de que me iban a operar. Pero todavía quedaba mucho para que la fiesta entrara en su apogeo.

Luego apareció una tercera enfermera y me hizo una bateria de preguntas. Parecía un protocolo sin importancia, como todos los protocolos, hasta que caí en la trampa. ¿Has bebido? Sí, agua. Enseguida le cambió el tono anodino por uno sequísimo. ¿Cuánta agua? ¿Cuándo? Y esa mirada reprobadora de las madres. Qué mirada.

Al instante acudieron dos enfermeras más y aquélla insistió: ¿Cuánta agua? ¿Cuándo has bebido? Un vaso... A las nueve. ¿Seguro que sólo un vaso? Que sí. Es por tu bien. A mí me da igual. Que sí, en serio. Otra encolerizó: pues yo no lo duermo. Todas hablaban sobre mí como un terrorista. ¿Es que no sabes lo que significa venir en ayunas? Joder, no soy un diccionario, pensé, pero me dio vergüenza y callé. Nunca había hecho ayunas antes y no sabía que también incluía algo tan anodino como el agua. Entonces, -esto lo razono días después- ningún análisis de sangre que me hayan hecho vale para nada. Siempre bebo agua al despertarme. Es la costumbre.

El caso es que la mujer más enfurecida, la que se negaba a dormirme, me explicó que normalmente toda operación implica una probabilidad de riesgo, pero al beber agua había pasado de probabilidad a posibilidad. Puso un ejemplo, que como verás más adelante nunca podré olvidar. Según ella, me iba a subir a un avión con cinco luces, y una de ellas estaba en rojo. Ella, a través de unos ojos enormes en una cara escuálida, me aseguró que nunca dejaría a ningún ser querido que se montara en ese vuelo. Además, me habló de líquidos gástricos que se mezclaban con la respiración. Eso normalmente acababa en una neumonia. Al leerme la cartilla, los ojos se le hacían enormes, como dos lámparas de interrogatorio. Pero yo no podía responderle. Con la mitad de énfasis, me habría asustado igual.

En ésas que vino su jefa, y la enfermera, o doctora, muy amable, repitió exactamente lo mismo delante de ella. Palabra por palabra. Gesto por gesto. Sin embargo, la jefa le restó importancia y la otra, para demostrar su enfado, se encaró a mí y me repitió la misma historia. Esta vez el tono era ya de amenazas. En cuanto se fue su jefa, fue a buscar al doctor que me iba a intervenir. Y delante de él escenificó su cabreo con esta frase "como ella cobra por productividad...". A continuación, con mi otorrino delante (él callado), me volvió a contar lo de las luces de los aviones, etc., etc.

Yo estaba sorprendido, pero también harto. Ahora ya empezaba a ver que algo se escondía tras su discurso aparentemente honesto y ultraético. Vaya, que me estaba utilizando. Por eso, y a pesar de que ya empezaba a  mezclar las caras y los sonidos, a la que me urgió para que tomara una decisión, le respondí: "si me lo pintas así de mal, ¿cómo quieres que me opere?". Entonces ella me replicó, muy nerviosa, que no quería coaccionarme y empezó con lo de las luces de los aviones ¡otra vez! El doctor la intentó detener, pero sólo consiguió interceder cuando ella soltó el discurso de corrillo. ¡Entero! Los ojos desorbitados. Los gestos más exagerados. El texto era el mismo. Por suerte, el doctor opinnó que era mejor que aquel asunto lo resolvieran ella y su jefa, que yo no estaba capacitado para tomar la decisión. Por primera vez desde hacía dos horas me sentí un poco aliviado. Sin embargo, aquella mujer quería guerra. Ella no pensaba hablarlo con nadie. El doctor no pudo disimular su hartazgo y, a pesar de eso, insistió en acompañarla afuera para que hablara con su jefa.

La iracunda mujer salió gritando que no quería hablar con nadie, que no pensaba hacerse responsable de mí. Al salir por la puerta, se encontró con su jefa que le pidió disculpas por haberla desautorizado ¿delante de mí? No sé. Ni me había enterado. Todo iba muy deprisa. En lugar de calmarse, la enfermera explotó y le echó por cara la cantidad de días que llevaba trabajados y no se qué de un abuelo al que tenía que cuidar. Escuché que la de las luces de los aviones cobraba brío y rugió que aquello era una canallada. Varias veces. Su jefa la dio de lado, se vino hasta mí y me dijo que ella misma se quedaría en la operación. La otra entró berreando, cogió sus cosas y se intentó encarar bajo el umbral de la puerta con su jefa, que iba y venía con sus potingues. Al final, con la ayuda del doctor, consiguieron que se fuera. Después, cuando la jefa intentaba respirar hondo junto a mí, le di las gracias por su paciencia (y en el fondo, por seguir con la operación), y ella se emocionó un poco.

Ni que decir tiene que mis niveles de ansiedad rayaban lo insoportable. Así que le pregunté al doctor y a la anestesista si realmente había peligro. Por sus caras sabía que no tenía nada que temer. Antes de quedarme en blanco, o en negro, les dije que iba a presentar una queja. Y lo último que recuerdo antes de despertarme recién operado es la celeridad con que un grupo de enfermeras, o doctoras, me trajo la hoja de reclamaciones. "Nos harás un favor", me dijeron, y me quedé mucho más tranquilo.

Creo que la próxima vez que vea una recreación de un hospital de campaña de cualquier guerra, cerraré los ojos. Si esto me ocurrió en julio de 2011 por beber un puñetero vaso de agua. No entra dentro de mi imaginación cuánto deben sufrir los civiles o militares que llegan al campamento con las tripas fuera. Me los imagino escuchando: no hay camas, el doctor tiene para dos horas, o nos hemos quedado sin antibióticos. Poca broma.

NOTA: Prometo revisar estos textos cuando me quiten todo lo que tengo dentro de la nariz y que no me pertenece. Lo empecé a redactar con dos tapones de unos quince centímetros en las fosas nasales, y ahora lo termino apresurado con unos plásticos que ya me han avisado que molestan y que tendré que llevar durante nueve días. Ahora respiro casi normal. Pero me lo ha dejado bien claro: en dos días estaré congestionado otra vez.

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