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Después del encierro, la libertad me asusta

Sé que toca hablar de la SGAE y de su árbol caído al que a casi todos les gustaría acercarse con una sierra mecánica. O de Grecia y de su bajada de pantalones ante la UE, que es el Banco Central Europeo, que es el Banco Mundial del FMI, que es... ¿Rockefeller? ¿Los mandones del Club Bilderberg? ¿El círculo de Roma? Sobre todo es nuestro futuro visto con antelación.

Sin embargo, os voy aburrir con la historia de un chico de inteligencia normal rayando la medianía por lo bajo, intolerante al estrés y con propensión a aceptar más retos de los que puede asumir.

El último ha sido presentarme a las oposiciones de secundaria de Lengua Castellana y Literatura.

¿Cómo describir la tortura mental hasta que la Generalitat de Catalunya se dejó de jugar a los trileros y, muy fuera de tiempo, confirmó que saldría adelante la convocatoria pactada hacía eones? ¿Y después, el baile de plazas con la excusa de la crisis hasta dejarlas a menos a la mitad? Por no hablar de la amenaza fantasma de Elena Salgado de anular la convocatoria final, que todos sabíamos que era imposible, pero que logró su objetivo: justificar el recorte de plazas con la dichosa crisis.
¿Y qué ocurre con el ciudadano? Importencia, como siempre. Yo mismo asistí impertérrito hasta el último acto de este sainete sin saber muy bien si debía presentarme a oposiciones o quedarme como un espectador más de una tragicomedia.
Al final otorgan una miseria de plazas. La mayoría de la gente no acude preparada como quisiera. Y, por supuesto, los demás vamos con los nervios como estalactitas por tanto bailoteo político.

Las pruebas siguen siendo decimonónicas: escoger entre cinco temas posibles de los 72 que entran en el temario, escribir cuantas páginas puedas, meter el examen en un sobre y tener que leerlo otro día. ¿Qué sentido tiene? ¿No es más rápido que lo lea alguien del tribunal a los demás?

Casi una semana después, te convocan un domingo, otro más (como en la lectura) y te encierran una hora en un aula.

Después, toca recitar casi de memoria una programación didáctica, que es un compendio de leyes y normas que poco puede salirse del guión establecido. Y, sin tiempo apenas para un trago de agua, explicar una unidad didáctica (que puede comprender muchas clases) con la terminología anterior. Obviamente, hasta el más tranquilo de los humanos acaba traicionándose a sí mismo en cualquiera de las dos pruebas.

Yo me he venido abajo en la segunda. ¿Cómo explicarle al tribunal que ya no veía las letras de mi propio guión? Que me lo sabía todo muy bien, que han sido los nervios, los malditos nervios de imaginarme jugándome el todo por el todo a una sola carta? ¿Cómo convencer a estos profesores cansados de que he trabajado mucho para preparar la programación y las unidades didácticas; que no he ido a ninguna academia, y que no soy un caradura que comprar el trabajo de otros por Internet? Lo peor de todo: la secretaria del tribunal haciéndole sonrisotas a una vocal, gesticulando y susurrando sin cortarse un pelo cualquier cosa mientras señala mi voluminoso libro de anexos.

Ahora, a esperar las notas. Hace dos años sólo aprobaron los que obtendrían la plaza. O sea, cada tribunal distribuyó casi exactamente el mismo número de aprobados, resultando un total inferior a la cantidad de vacantes. Así, los que teníamos un 6 o un 7 obtuvimos un cuatro y pico. De forma que quedábamos fuera de concurso.

Esta vez, yo que he sido y espero seguir siendo profesor, creo que conozco mi nota real: 7 +7+3 (con +/- 1 punto de margen de error). Teniendo en cuanta que la primera nota cuenta un 40 por ciento, debería aprobar, y como mínimo aspirar a presentar méritos. Pero tengo la mala sensación de que Julio Iglesias entendió mejor la herencia española que la mayoría de los que van de intelectuales: en España la vida sigue igual.

Si no digo nada más sobre las oposiciones en este blog, será porque tenía razón y, como comprenderás, no voy a estar para gaitas. Egoísta que es uno, miraré para otro lado y empezaré a cavar las fosas metafóricas de todos los corruptos y golfos que nos están acercando al estado del caos.

Mientras, a disfrutar de una libertad que me asusta. Si no apruebo, ¿me volverán a llamar el año que viene con tanto recorte para dar clases? ¿Volveré a disfrutar del horripilante tercio de jornada con su miserable sueldo? ¿Cómo me las apañaré para pasar el verano sin pensar en todo eso?

Si el milagro sucede o, realmente estoy siendo pesimista y se hace justicia, mis invitaciones a paella van a traer cola: habrá bastado con una palabra de ánimo, un gesto, un acercamiento amistoso. Y lo mejor de todo es que la paella la preparará el cocinero del restaurante. Porque os voy a tumbar otro mito: no todos los valencianos sabemos cocinar una paella.

ACTUALIZACIÓN: He suspendido con un 4,76 y sólo recuerdo a la secretaria del tribunal riéndose mientras señalaba una parte de mi anexo a una compañera. Ahí fue cuando se me disparó la ansiedad. Posiblemente esa señora no es la culpable, pero me gustaría decirle que no se siente más delante de la mesa de un tribunal. Si la vida la ha jodido, que se vaya a meditar al Tibet. Porque eso de repartir su mala leche con los demás no le va a salir gratis. La vida es como Hacienda: si haces trampas, te pillan; si has pagado pocos impuestos, tarde o temprano, tendrás que abonar lo que debes. Es una conexión extraña y muy poco poética. ¿Y qué esperabs?

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