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Hasta la camilla (Mi Primera Operación)

Por supuesto, no pegué ojo. La idea de la muerte, hasta hace unas semanas dentro de una fosa bien honda, se levantó con fuerza por encima de otros pensamientos más racionales.

Además, la noticia reciente de una madre desesperada por su hijo en coma durante más de 20 años se me había incrustado en la razón (es como cuando subo a un avión, siempre se ha estrellado uno hace poco).

Sin apenas descanso, me vestí con ropa suelta. En la mochila metí libros para un mes e incluso una libreta para escribir. Nieves se encargó de hacer espacio para un albornoz (me pidieron que llevara una bata) y unas zapatillas enormes de felpa con los colores del Barça.

Estuve callado en el metro. Me molestaba todo, y toda la gente. Pero me supe contener. Sobre todo por ella, que me acompañaba preocupada, pero tuvo el tacto de no preguntarme qué me pasaba.

Al llegar al hospital, nos metieron a los dos enseguida dentro de uno de esos apartados que parecen un plató de Hospital Central o Urgencias. Enfermeros, camilleros, mujeres de la limpieza e incluso un guardia de seguridad se cruzan y se hablan a gritos como los gitanos en la feria, o los vendedores del mercadillo antes, me imagino, de que vengan los primeros clientes (nunca he ido a un mercadillo antes de las doce).

Nieves me ayuda con ese espectacular modelo que te enfundas por las mangas y se queda siempre mal atado por detrás, dejándote la baja espalda al aire. Luego, me pongo encima el albornoz, claramente de invierno. Y me coloco las zapatillas del Barça. Parezco un gilipollas y busco esa impresión en los ojos de Nieves, en la enfermera y en todos los que pasan por allí, pero nadie me da la razón. Mejor.

De allí, pasamos a otra sala, donde varias enfermeras me preguntan por mi historial. ¿Y qué sé yo? Lo tienen que reclamar, me anuncian hasta tres señoras distintas. Pues bien, me digo. Y me toman la tensión y me hacen preguntas que ya respondí alguna vez en cualquiera de mis diez visitas para los reconocimientos previos.

Una madre acompaña a su hija, ya cincuentona, y no deja de importunarla a pesar de las advertencias de la pobre mujer. Como todos llevamos un gorrito, me da por pensar que tiene la cabeza rapada. Lo mismo me pasa con otra mujer al fondo, muy triste y sola. A todas las personas con el gorrito me las imagino con un tumor cerebral.

De allí nos pasan a otro cubículo, donde me siento en una silla a medio camino entre los sillones relax y el potro de tortura. Allí cometo el error de mi vida. Le pido a Nieves que me traiga una botella de agua. Y me la trae.

Bebo un trago o dos. Sólamente eso. Nos tiramos más de una hora viendo a la gente nerviosa mezclándose con los trabajadores chistosos, pero siempre estresadísimos, como si se les fueran a pudrir las sandías.

De repente, aparece un chico joven, más que yo, y una enfemera vieja se asoma a nuestro cubículo riendo que eso no será nada. Me despido de Nieves sin saber qué decirle. El chico empuja la silla, que resulta que tiene ruedas, y volamos por los pasillos hasta un ascensor. Por el camino habla de todo con todos. Yo me hago inmune al buen humor.

Entramos cerca de quirófanos y otro enfermero se queja de que debería estar en la cama. Está enfermo y se le nota. Pero bromea con su compañero, mi portador, diciéndole que o eso, o a la calle. Y me dicen los dos, tras una línea, que me están preparando la camita. "El llitet" suena menos cursi en catalán.

Yo espero una vez más. Han pasado casi dos horas y media cuando recibo lo orden de acostarme en la camilla convertida en cama. Y hasta ahí.

Imagen vía Revillard

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