Sigue la crónica negra de una septoplastia. ¿Se te está haciendo larga? Pues imagínate a mí.
Me despierto en tránsito desde algún lugar, supongo que del quirófano, hacia una sala que se parece a las áreas de descanso de las autopistas pero con camas y pacientes en lugar de coches y camiones. Nada más despertarme, le digo al chico que me lleva que no se le ocurra votar a CIU. Estoy hecho polvo, pero eufórico. Por lo menos el chaval sonríe. También le digo que mi doctor es un crack señalando a un tipo que se le parece.
El chico me deja en una sala con varias personas semidesnudas, como yo, y con muy mala cara sobre sus camas. Hay algunas enfermeras y enfermeros que dan vueltas, pero no da la sensación de que estén haciendo nada en particular. Se acerca una y me pregunta cómo estoy. Pues la verdad, jodido, le digo. No puedo respirar. Se ríe y se va.
A la que cazo a otra enfermera al vuelo le pregunto cuándo me subirán a planta. Me dice que todavía queda como una hora. ¡Una hora! Me preocupa de repente que no hayan informado a Nieves de que todo ha salido bien (bueno, para ellos). Me contesta que no me preocupe con otra sonrisa.
Ahora a esperar. Una anciana se queja y un tipo con pinta de psicólogo la calma con el argumento de que su hijo no se habrá enterado de que está hospitalizada. Palmira se llama la mujer. Y la están mintiendo. Se nota mucho. Por eso no se calma y sigue quejándose.
A todo esto, en una mesa a la izquierda, tres o cuatro enfermeros se lo pasan pipa bajándose música por Internet. Pegan unos alaridos que da miedo. Entre el dolor de los tapones, la sensación de haber sido vapuleado y el escándolo que montan, noto que me hierve la sangre.
De repente, escucho que un chico, el que más habla, conoce a otro enfermero que ha visto a Manolo García en el hospital. ¡Dios mío! ¿A Manolo también se lo quieren cargar? Me agazapo contra el cabecero y estiro el cuello como un avestruz. Una enfermera se da cuenta y viene a ver qué me sucede. Le pregunto por Manolo y me tranquiliza: a él nada, sólo estaba visitando a un familiar.
En el mismo instante, los enfermeros ociosos empiezan a soltar vaguedades sobre El último de la fila al repasar sus carátulas. Que si este disco es muy bueno. Que si el de la bañera (Nuevas mezclas) no lleva título. Que si son de los noventa. ¡Del 84! intento gritar, pero me sale un chasquido sordo, como un mechero que no funciona. La enfermera, que todavía sigue conmigo, me sonríe y se va hacia los demás contándoles que sé mucho sobre el grupo. Pero, por suerte, nadie viene a preguntarme.
Aguanto como puedo comentarios totalmente delirantes sobre el origen del grupo. Ni siquiera saben que antes fueron Los burros y, antes, Los rápidos, y que aún antes los dos miembros del grupo tenían sus propias bandas. Por suerte, el cabecilla se cansa de vaguear y se va... a merendar. Otras enfermeras lo siguen.
Llevo desde las tres y pico y el reloj marca las cinco de la tarde. Vuelvo a preguntar al hueco: ¿cuándo me suben? En cuanto acaben con lo que están haciendo, los chicos te trasladan a planta, me responde alguien.
No se puede describir la espera de hora y media en aquel lugar donde enfermeros y enfermeras se pasean como si todo obedeciese a algún cortejo, contándose chascarrillos y con un buen humor que hace que los enfermos parezcamos gilipuertas. Porque de los de nuestro bando nadie mueve un músculo de la cara excepto para soltar un quejío.
Por fin, a las seis y veinte vienen dos chicos fuertes que bromean todo el rato. Me trasladan a toda velocidad por el pasillo y uno de ellos me comenta que es extraño lo pronto que me he despertado después de salir del quirófano. Me recuerda lo del comentario de CIU. El otro chico, ya en el ascensor, me dice (vaya casualidad) que él mismo se opero del tabique y que al principio lo pasó mal, pero que ha mejorado en calidad de vida. Además, perderás peso, porque no tendrás ganas de tragar nada. Qué bien, me digo y creo que pronuncio en voz alta. Aunque lo único que pienso cuando se abren las puertas del ascensor es que me acaba de llamar gordo.
De nuevo, pillan velocidad, se meten en un pasillo con habitaciones a los lados y sólo deseo ver a Nieves. Los tipos van tan rápido que me meten en el cuarto sin darme cuenta de que está allí. Todavía están las ruedas de la cama frenando cuando me incorporo todo lo que puedo y, por fin la veo, en la puerta. Sonríe feliz.
Yo, por no hacerle un feo, le devuelvo la sonrisa. Y por un momento me distraigo de los dolores y de la mala sensación que me ha dado mi compañero de habitación.
Me despierto en tránsito desde algún lugar, supongo que del quirófano, hacia una sala que se parece a las áreas de descanso de las autopistas pero con camas y pacientes en lugar de coches y camiones. Nada más despertarme, le digo al chico que me lleva que no se le ocurra votar a CIU. Estoy hecho polvo, pero eufórico. Por lo menos el chaval sonríe. También le digo que mi doctor es un crack señalando a un tipo que se le parece.
El chico me deja en una sala con varias personas semidesnudas, como yo, y con muy mala cara sobre sus camas. Hay algunas enfermeras y enfermeros que dan vueltas, pero no da la sensación de que estén haciendo nada en particular. Se acerca una y me pregunta cómo estoy. Pues la verdad, jodido, le digo. No puedo respirar. Se ríe y se va.
A la que cazo a otra enfermera al vuelo le pregunto cuándo me subirán a planta. Me dice que todavía queda como una hora. ¡Una hora! Me preocupa de repente que no hayan informado a Nieves de que todo ha salido bien (bueno, para ellos). Me contesta que no me preocupe con otra sonrisa.
Ahora a esperar. Una anciana se queja y un tipo con pinta de psicólogo la calma con el argumento de que su hijo no se habrá enterado de que está hospitalizada. Palmira se llama la mujer. Y la están mintiendo. Se nota mucho. Por eso no se calma y sigue quejándose.
A todo esto, en una mesa a la izquierda, tres o cuatro enfermeros se lo pasan pipa bajándose música por Internet. Pegan unos alaridos que da miedo. Entre el dolor de los tapones, la sensación de haber sido vapuleado y el escándolo que montan, noto que me hierve la sangre.
De repente, escucho que un chico, el que más habla, conoce a otro enfermero que ha visto a Manolo García en el hospital. ¡Dios mío! ¿A Manolo también se lo quieren cargar? Me agazapo contra el cabecero y estiro el cuello como un avestruz. Una enfermera se da cuenta y viene a ver qué me sucede. Le pregunto por Manolo y me tranquiliza: a él nada, sólo estaba visitando a un familiar.
En el mismo instante, los enfermeros ociosos empiezan a soltar vaguedades sobre El último de la fila al repasar sus carátulas. Que si este disco es muy bueno. Que si el de la bañera (Nuevas mezclas) no lleva título. Que si son de los noventa. ¡Del 84! intento gritar, pero me sale un chasquido sordo, como un mechero que no funciona. La enfermera, que todavía sigue conmigo, me sonríe y se va hacia los demás contándoles que sé mucho sobre el grupo. Pero, por suerte, nadie viene a preguntarme.
Aguanto como puedo comentarios totalmente delirantes sobre el origen del grupo. Ni siquiera saben que antes fueron Los burros y, antes, Los rápidos, y que aún antes los dos miembros del grupo tenían sus propias bandas. Por suerte, el cabecilla se cansa de vaguear y se va... a merendar. Otras enfermeras lo siguen.
Llevo desde las tres y pico y el reloj marca las cinco de la tarde. Vuelvo a preguntar al hueco: ¿cuándo me suben? En cuanto acaben con lo que están haciendo, los chicos te trasladan a planta, me responde alguien.
No se puede describir la espera de hora y media en aquel lugar donde enfermeros y enfermeras se pasean como si todo obedeciese a algún cortejo, contándose chascarrillos y con un buen humor que hace que los enfermos parezcamos gilipuertas. Porque de los de nuestro bando nadie mueve un músculo de la cara excepto para soltar un quejío.
Por fin, a las seis y veinte vienen dos chicos fuertes que bromean todo el rato. Me trasladan a toda velocidad por el pasillo y uno de ellos me comenta que es extraño lo pronto que me he despertado después de salir del quirófano. Me recuerda lo del comentario de CIU. El otro chico, ya en el ascensor, me dice (vaya casualidad) que él mismo se opero del tabique y que al principio lo pasó mal, pero que ha mejorado en calidad de vida. Además, perderás peso, porque no tendrás ganas de tragar nada. Qué bien, me digo y creo que pronuncio en voz alta. Aunque lo único que pienso cuando se abren las puertas del ascensor es que me acaba de llamar gordo.
De nuevo, pillan velocidad, se meten en un pasillo con habitaciones a los lados y sólo deseo ver a Nieves. Los tipos van tan rápido que me meten en el cuarto sin darme cuenta de que está allí. Todavía están las ruedas de la cama frenando cuando me incorporo todo lo que puedo y, por fin la veo, en la puerta. Sonríe feliz.
Yo, por no hacerle un feo, le devuelvo la sonrisa. Y por un momento me distraigo de los dolores y de la mala sensación que me ha dado mi compañero de habitación.
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