Lo que nos faltaba... |
También existían las cabinas telefónicas. ¡La de colas que se formaban! Nunca había suficientes cabinas para cubrir las necesidades de todos. Sobre todo, al caer la noche. Hombres y mujeres, de todas las edades, se arrimaban el auricular a los labios y parecían susurrar palabras de amor. A veces, directamente lo mordían para foguear alaridos como en toda buena discusión de pareja mediterránea.
Por las mañanas, la gente mayor se confesaba durante los días impares en los ambulatorios con su médico de cabecera. Le trataban de "don" y siempre decían que estaban fatal, a un pie de cementerio. El doctor, en realidad, no les escuchaba y fingía que las exageraciones de los ancianos le resultaban la mar de graciosas "pero si está como un roble..." "Como una escoba vieja, dirá usted".
Los días pares estas mismas personas coincidían en el banco con las amas de casa, los comerciantes y los chicos de los recados. Estos últimos, vendedores y recaderos, iban a ingresar dinero. Las amas de casa le solucionaban la papeleta de los impuestos a los maridos o acompañaban a sus mayores. Los viejetes siempre iban con una intención doble: aparentemente, querían actualizar la libreta, pero en realidad iban a confesarse. Al cajero de turno le tocaba responderle por qué cobraba una pensión tan baja. Además, vaticinaba si le subirían o no el año que viene y casi todos los días repetía la misma canción a sabiendas de que no sería la última vez... en la misma semana.
En los bancos, hoy en día, sigue sucediendo más o menos lo mismo. La necesidad de actualizar libretas cada dos o tres días sigue en boga. Aunque cada vez más, la gente menor de sesenta años acude a los cajeros.
Una persona normal usa el cajero automático sólo cuando lo necesita. Yo, por ejemplo, que respeto mucho a las máquinas, utilizo unos tres minutos de media en realizar las operaciones necesarias en el cajero.
Sin embargo, hay gente que puede rebasar los diez minutos. Sacan extractos de todo, comprueban cada número y terminan actualizando la libreta. Algunos incluso repiten la operación. No les importa el tiempo que esperemos los demás.
A menudo me quedo solo detrás de alguien que interactúa con el cajero (los demás se han marchado sin disimular su enfado, resoplando como novillos). Ya que me quedo, me fijo en la persona que parece pegada al cajero. Le oigo hablar y no lleva uno de sus auriculares Bluetooth para móviles. Está confesándose ante el cajero automático. La máquina le responderá con unos billetes que le alegren una tarde de compras o, quizá, con unos extractos que le ayuden a disipar el caos de una vida consumista y apretujada.
Me fastidia esperar delante de los cajeros, pero por lo menos acudo al médico lo menos posible, ya no uso las cabinas y ni se me ocurre entrar en una sucursal bancaria a no ser que no me quede otro remedio. De todas maneras, si no hay mucha gente en la oficina, merece la pena pasarse para recibir un millón de sonrisas (pongo en suspenso durante aquellos minutos de felicidad ordenada mi susceptibilidad).
Me queda por probar el confesionario católico: ese psicólogo gratis que espera en vano alguna persona menor de setenta años. No lo utilizo desde la obligatoria Primera Comunión. Y creo que no lo usaré, porque haría trampas: no creo que un señor con Internet en casa, que acude a los cajeros y que va al médico demasiadas veces, me pueda dar la paz que necesito. Además, me temo que ese señor enjaulado se sienta prisionero de una función estéril y me envíe a coger caracoles, por lo que tendría que acudir al psicólogo con urgencia: "doctor, ni siquiera el cura me escucha, y eso que nadie va a la iglesia". "Sí, son sesenta y cinco euros".
Imagen vía Cosas de perros
Texto, idea original y faltas de ortografía: David Navarro
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