Vuelve uno de su pueblo con la sensación de no haberse ido del todo.
Ya en el camino de ida, a medida que te acercas, descubres que, haya novedades o no, será como si nunca te hubieras marchado.
Enseguida, los recuerdos acumulados y la geografía de tus orígenes se funden con la realidad que se abre ante ti y, por más cambios que encuentres, formas un todo con lo que te rodea, lo viejo y lo nuevo, lo visible y lo invisible.
Incluso cobra sentido, en esa amalgama de recuerdos, sueños y realidades, la iglesia que están levantando enfrente de tu casa. Con la famosa crisis acechando. Con el resto de iglesias semivacías.
El auditorio gigantesco, sin programación alguna, a pesar de sus pocos años de existencia, se convierte en recuerdo mientras lo observas, como si siempre hubiera estado ahí. Igual que el singular edificio de los policías urbanos. Todos estos signos del paso del tiempo conviven con la época en que sólo había allí un solar con con una higuera en el centro. Por la mañana, el camino al colegio. Por la tarde, un campo de fútbol enorme. Cada jueves, el odioso mercadillo. Muy de tarde en tarde, el hogar de la gente del circo.
Antes recibir toda esa oleada de estímulos al poner el pie en La Vila Joiosa me suponía una carga casi insoportable. Antes. Ahora vivo allí y en Barcelona a la vez.
Por eso voy y vengo, como a mí me gusta, sin excesivo ruído. Por eso me siento libre de disfrutar de los días tal y como vienen en un pueblo que siempre será el mío. Con una sola excepción: evito el paseo marítimo, y es que su aroma se me clava tan adentro que luego me persigue durante días.
Paseo, cuando nadie me acompaña ni me espera, por las calles que significaron algo para mí. Siempre recorro en primer lugar los escenarios de mi infancia y a medida que van despertando nuevos recuerdos, voy variando el itinerario.
Hoy ya estoy de regreso en Barcelona y nunca antes me había sentido allí y aquí al mismo tiempo. Quizá tenga que ver con que he sido capaz, también por vez primera, de pasar por lugares que antes me abrían las heridas del pasado. Por eso, tal vez no me costó tanto decir adiós a la familia ni a los amigos ni al paisaje.
Aunque he vencido a las brumas del pasado, las heridas del corazón tardarán en sanarse del todo. Las del alma no sé si se cierran o simplemente están ahí para formar un nuevo espíritu que se nutre de lo antiguo y de lo nuevo, que quiere levantar el vuelo sin perder de vista la tierra que lo vio nacer.
Hace tan sólo unos meses todavía tenía miedo de olvidar lugares, sabores y caras del pueblo del que me autoexilié. Ahora estoy preparado para que todo fluya en su justa medida. Por eso, la próxima vez tal vez sea capaz de bajar a la orilla del mar sin temor a que me encandile, e incluso podría despegarme de toda la nostalgia y aventurarme en el presente, sin caminos predeterminados ni ventanas a las que mirar por el mero hecho de que me atormente la idea de no ser capaz de mirarlas.
Ya en el camino de ida, a medida que te acercas, descubres que, haya novedades o no, será como si nunca te hubieras marchado.
Enseguida, los recuerdos acumulados y la geografía de tus orígenes se funden con la realidad que se abre ante ti y, por más cambios que encuentres, formas un todo con lo que te rodea, lo viejo y lo nuevo, lo visible y lo invisible.
Incluso cobra sentido, en esa amalgama de recuerdos, sueños y realidades, la iglesia que están levantando enfrente de tu casa. Con la famosa crisis acechando. Con el resto de iglesias semivacías.
El auditorio gigantesco, sin programación alguna, a pesar de sus pocos años de existencia, se convierte en recuerdo mientras lo observas, como si siempre hubiera estado ahí. Igual que el singular edificio de los policías urbanos. Todos estos signos del paso del tiempo conviven con la época en que sólo había allí un solar con con una higuera en el centro. Por la mañana, el camino al colegio. Por la tarde, un campo de fútbol enorme. Cada jueves, el odioso mercadillo. Muy de tarde en tarde, el hogar de la gente del circo.
Antes recibir toda esa oleada de estímulos al poner el pie en La Vila Joiosa me suponía una carga casi insoportable. Antes. Ahora vivo allí y en Barcelona a la vez.
Por eso voy y vengo, como a mí me gusta, sin excesivo ruído. Por eso me siento libre de disfrutar de los días tal y como vienen en un pueblo que siempre será el mío. Con una sola excepción: evito el paseo marítimo, y es que su aroma se me clava tan adentro que luego me persigue durante días.
Paseo, cuando nadie me acompaña ni me espera, por las calles que significaron algo para mí. Siempre recorro en primer lugar los escenarios de mi infancia y a medida que van despertando nuevos recuerdos, voy variando el itinerario.
Hoy ya estoy de regreso en Barcelona y nunca antes me había sentido allí y aquí al mismo tiempo. Quizá tenga que ver con que he sido capaz, también por vez primera, de pasar por lugares que antes me abrían las heridas del pasado. Por eso, tal vez no me costó tanto decir adiós a la familia ni a los amigos ni al paisaje.
Aunque he vencido a las brumas del pasado, las heridas del corazón tardarán en sanarse del todo. Las del alma no sé si se cierran o simplemente están ahí para formar un nuevo espíritu que se nutre de lo antiguo y de lo nuevo, que quiere levantar el vuelo sin perder de vista la tierra que lo vio nacer.
Hace tan sólo unos meses todavía tenía miedo de olvidar lugares, sabores y caras del pueblo del que me autoexilié. Ahora estoy preparado para que todo fluya en su justa medida. Por eso, la próxima vez tal vez sea capaz de bajar a la orilla del mar sin temor a que me encandile, e incluso podría despegarme de toda la nostalgia y aventurarme en el presente, sin caminos predeterminados ni ventanas a las que mirar por el mero hecho de que me atormente la idea de no ser capaz de mirarlas.
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