Nadie es perfecto gracias al amor (o la ceguera). |
Si quieres saber cómo afronto los artículos, tienes que pensar en una cita con una amante. Mi amante es la escritura y yo llego despeinado, con la primera camiseta que encuentro en el montón de la ropa limpia y una barba que ni es barba ni es nada.
Una vez me acerco a la amante, utilizo la estrategia que más le va a mi estado de ánimo teniendo muy poquito en cuenta la situación de ella: si está nerviosa, enfadada, animosa, mimosa, etc.
Para seguir con la metáfora, hay que imaginarme con un currículum amoroso enorme. Ya sé que es mucho imaginar. Pero no lo es tanto si piensas en los kilómetros de papel que llevo escritos.
Por eso, con mi amante, recurro a experiencias de aquí y allá. El instinto me guía, y tiro de recuerdos de ensayos que funcionaron e incluso me atrevo con otros que nunca funcionarán (que nunca me funcionarán a mí).
Luego, es verdad que me asomo otra vez a la habitación de hotel y me arreglo las patillas, coloco bien el cuadro sobre la cama o me doy una ducha para dejar un mejor sabor de piel en la amante. Pulso el botón de retroceder y vuelvo un par de veces más sobre la escena hasta que queda más o menos potable. Hasta que la amante no se queja. Vaya, hasta que el texto no me da asco.
Pocas veces, y siempre por casualidad, retomo uno de los textos antiguos y corrijo los errores de bulto (con un cabreo monumental por haber sido tan descuidado). Sin embargo, el mérito es el mismo. Y es tuyo en la mayor parte.
¿Suena a peloteo o a falsa modestia? Pues cada cual que piense lo que le apetezca. A mí me parece meritorio que, en lugar de ver fotos de la NASA, descargar material de ambrosía para los sentidos, leer a los maestros o cotillear por la Red, le dediques unos minutos a mis textos.
Todo el que ama las palabras que enredo, me quiere un poco a mí también. Es así de triste en el caso de que no tengas la intención de regalarme los sentidos. En cualquier caso, el gusto siempre acaba siendo mío aunque el mérito sea tuyo.
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