Doy fe de que existen, pero no apunto nombres ni puedo afirmar que mi visión se corresponda con la realidad. Trabajan o trabajaban en la UB, y los clasificaré por tipos. Una letra por categoría, pues, que no por persona. Utilizaré el masculino singular, si las prisas no me traicionan, para todos los tipos, sean hombres o mujeres. A pesar de que no lo indique un tipo puede representar a más de un profesor. Si alguien quiere perder el tiempo en identificar nombres y apellidos, que lo haga, pero que no me meta en sus juegos adivinatorios. Mi espíritu, lo váis a ver, es meramente documental. No hay espacio aquí para los revanchismos.
A está entrado en años y lo primero que hace es renegar de la modernidad: se pasa por el arco del triunfo los ordenadores, Internet y el nuevo Tratado de Bolonia. Pregunta a los estudiantes para apoyarse en sus siempre equivocadas respuestas como un cojo necesita de una muleta. Amonesta, antes de terminar la clase, a una persona que necesita irse antes por motivos laborales y sentencia: "soy el último en entrar y el primero en salir". Por supuesto, el segundo día A llega tarde y acaba la clase antes de tiempo.
B entra sonriente en el aula y pide a sus alumnos que le recuerden por e-mail si van a poder asistir o no a su clase, que no pasa nada, es sólo porque lo quiere saber. Luego, se pone a hablar de literatura medieval como quien trata las últimas tendencias. Se deja interrumpir y a veces se desvía del tema, pero luego vuelve a arrancar desde el mismo punto. No todo vale, en cambio. A algunas preguntas les pone un mordaz cerrojo. Pero luego se muestra sensible a casi todos sus alumnos. La duda es: ¿puede ser de verdad?
C consigue alargar la hora y media hasta un vacío que asusta por su enormidad melancólica. Le pesan las páginas de sus libros marcados, le pasa la lengua para leer los pasajes y le cuesta enlazar ideas para dar con un hilo conductor. Se muestra afable con su auditorio, pero no concede la ocasión de preguntar ni de dudar. A veces, suelta un chascarrillo de humor lejano, como contrapunto. Y ya está.
D entra como un estrépito. Y desde el principio hasta el final de la clase dicta su clase, como hace muchos años, sin dejar de mirar al infinito. Algún brazo se levanta entre las cabezas de vez en cuando, pero D sigue con su bien hilvanado rollo. Cuando termina, se larga sin admitir comentarios ni preguntas porque tiene una clase muy importante en otro sitio.
E se dirige a sus alumnos como si todavía siguieran en Secundaria. Se lleva las manos a la cabeza si no han leído tal libro o si no conocen a tal otro autor. Sabe mucho y se nota. Pero no se conforma con la clase magistral. Y ese inconformismo le lleva al extremo de enfadarse si la gente no responde con rapidez a las cuestiones o si no participa. Al final, los alumnos aprenden más de lo que E cree, pero ni unos ni otros quedan contentos.
F es joven y coqueto/a. Sin embargo, le va bien mostrar un rictus severo a sus alumnos. Clase a clase, se demuestra una irregularidad exagerada. Hay días que sigue un guión, otros que no. A veces sabe dirigir la clase, pero en otras muchas ocasiones, la clase se engulle a F y lo deja en un mar de dudas. La verdadera duda entre los alumnos es si se trata de ineptitud o de escasa preparación de las clases.
G viste como los hippies y utliza vocablos modernos, descarados y canallescos entre los estudiantes. Sin embargo, explica que da gusto, a toda velocidad, términos complicados. Los Powerpoints siempre acompañan a G. En las primeras clases, el personaje se impone, pero luego queda el trabajo. Quizá demasiada velocidad, mucho rigor para una presentación tan campechana. Las paradojas de la Universidad.
Podríamos seguir pero resumo para no aburrir y, sobre todo, para no aburrirme:
H es severo, monotemático, distante y cumplidor.
I es melancólico, explica poco, deja hablar, hace leer muchas fotocopias, deja perplejos a los alumnos con los silencios.
J es joven y se nota, en el buen sentido, porque lleva el programa a rajatabla, se preocupa por la participación en clase y hace trabajar.
K hace un espectáculo-clase en el que mezcla los conceptos con los nombres de sus allegados y las explicaciones con anécdotas familiares. A pesar del humor, es bastante inaccesible. Resulta complicado sacar buenos apuntes y es una pena que siempre te hable desde las alturas.
Con el perfil de L he tenido tres o cuatro profesores distintos: pasan inadvertidos, explican con orden y se nota que saben. Además, ni derrochan confianzas exageradas ni te tratan con altivez. Cobran poco. Otra paradoja, si no fuera porque todo el mundo universitario está del revés.
Aquí lo dejamos. Por supuesto que podríamos seguir. Tengo la sensación de que me he dejado varios profesores, los que no me han parecido destacables ni por arriba ni por abajo. No voy a caer en el tópico, pues no creo que sean los mejores. En el fondo, lo que cualquier estudiante adulto pide a su profesor es que se esfuerce. Tan simple como eso. Y, en la Universitat de Barcelona, como en otras universidades, los profesores asociados a veces caen en la apatía por su inestabilidad laboral y su mísero sueldo, pero también los catedráticos talluditos pueden acabar reflejando su desdén por las pautas básicas de la enseñanza que, dada su estabilidad laboral, su estatus privilegiado y su cuantioso sueldo, merece todo el rechazo del mundo.
Asunto aparte son los rasgos de personalidad de los profesores. Algunos se creen el ombligo del mundo; otros pueden pecar de paternalismo; los hay que predican con un progresismo que les queda grande, también encuentras profesores que hacen de su idelogía el único filtro (como si todos practicaran el ateísmo, por ejemplo) y, en general, abunda el profesor genio y figura. A menudo, más figurón que otra cosa. Por ejemplo, cuando te cuentan lo maravillosos que son y sus proezas académicas, la gente importante que conocen, etc. Es muy humano en el fondo y te puede hacer más o menos gracia, pero es así. Mientras se tomen en serio su profesión y se lo curren, tienen todos mis respetos, incluso mi paciencia.
Imagen vía El último íbero
A está entrado en años y lo primero que hace es renegar de la modernidad: se pasa por el arco del triunfo los ordenadores, Internet y el nuevo Tratado de Bolonia. Pregunta a los estudiantes para apoyarse en sus siempre equivocadas respuestas como un cojo necesita de una muleta. Amonesta, antes de terminar la clase, a una persona que necesita irse antes por motivos laborales y sentencia: "soy el último en entrar y el primero en salir". Por supuesto, el segundo día A llega tarde y acaba la clase antes de tiempo.
B entra sonriente en el aula y pide a sus alumnos que le recuerden por e-mail si van a poder asistir o no a su clase, que no pasa nada, es sólo porque lo quiere saber. Luego, se pone a hablar de literatura medieval como quien trata las últimas tendencias. Se deja interrumpir y a veces se desvía del tema, pero luego vuelve a arrancar desde el mismo punto. No todo vale, en cambio. A algunas preguntas les pone un mordaz cerrojo. Pero luego se muestra sensible a casi todos sus alumnos. La duda es: ¿puede ser de verdad?
C consigue alargar la hora y media hasta un vacío que asusta por su enormidad melancólica. Le pesan las páginas de sus libros marcados, le pasa la lengua para leer los pasajes y le cuesta enlazar ideas para dar con un hilo conductor. Se muestra afable con su auditorio, pero no concede la ocasión de preguntar ni de dudar. A veces, suelta un chascarrillo de humor lejano, como contrapunto. Y ya está.
D entra como un estrépito. Y desde el principio hasta el final de la clase dicta su clase, como hace muchos años, sin dejar de mirar al infinito. Algún brazo se levanta entre las cabezas de vez en cuando, pero D sigue con su bien hilvanado rollo. Cuando termina, se larga sin admitir comentarios ni preguntas porque tiene una clase muy importante en otro sitio.
E se dirige a sus alumnos como si todavía siguieran en Secundaria. Se lleva las manos a la cabeza si no han leído tal libro o si no conocen a tal otro autor. Sabe mucho y se nota. Pero no se conforma con la clase magistral. Y ese inconformismo le lleva al extremo de enfadarse si la gente no responde con rapidez a las cuestiones o si no participa. Al final, los alumnos aprenden más de lo que E cree, pero ni unos ni otros quedan contentos.
F es joven y coqueto/a. Sin embargo, le va bien mostrar un rictus severo a sus alumnos. Clase a clase, se demuestra una irregularidad exagerada. Hay días que sigue un guión, otros que no. A veces sabe dirigir la clase, pero en otras muchas ocasiones, la clase se engulle a F y lo deja en un mar de dudas. La verdadera duda entre los alumnos es si se trata de ineptitud o de escasa preparación de las clases.
G viste como los hippies y utliza vocablos modernos, descarados y canallescos entre los estudiantes. Sin embargo, explica que da gusto, a toda velocidad, términos complicados. Los Powerpoints siempre acompañan a G. En las primeras clases, el personaje se impone, pero luego queda el trabajo. Quizá demasiada velocidad, mucho rigor para una presentación tan campechana. Las paradojas de la Universidad.
Podríamos seguir pero resumo para no aburrir y, sobre todo, para no aburrirme:
H es severo, monotemático, distante y cumplidor.
I es melancólico, explica poco, deja hablar, hace leer muchas fotocopias, deja perplejos a los alumnos con los silencios.
J es joven y se nota, en el buen sentido, porque lleva el programa a rajatabla, se preocupa por la participación en clase y hace trabajar.
K hace un espectáculo-clase en el que mezcla los conceptos con los nombres de sus allegados y las explicaciones con anécdotas familiares. A pesar del humor, es bastante inaccesible. Resulta complicado sacar buenos apuntes y es una pena que siempre te hable desde las alturas.
Con el perfil de L he tenido tres o cuatro profesores distintos: pasan inadvertidos, explican con orden y se nota que saben. Además, ni derrochan confianzas exageradas ni te tratan con altivez. Cobran poco. Otra paradoja, si no fuera porque todo el mundo universitario está del revés.
Aquí lo dejamos. Por supuesto que podríamos seguir. Tengo la sensación de que me he dejado varios profesores, los que no me han parecido destacables ni por arriba ni por abajo. No voy a caer en el tópico, pues no creo que sean los mejores. En el fondo, lo que cualquier estudiante adulto pide a su profesor es que se esfuerce. Tan simple como eso. Y, en la Universitat de Barcelona, como en otras universidades, los profesores asociados a veces caen en la apatía por su inestabilidad laboral y su mísero sueldo, pero también los catedráticos talluditos pueden acabar reflejando su desdén por las pautas básicas de la enseñanza que, dada su estabilidad laboral, su estatus privilegiado y su cuantioso sueldo, merece todo el rechazo del mundo.
Asunto aparte son los rasgos de personalidad de los profesores. Algunos se creen el ombligo del mundo; otros pueden pecar de paternalismo; los hay que predican con un progresismo que les queda grande, también encuentras profesores que hacen de su idelogía el único filtro (como si todos practicaran el ateísmo, por ejemplo) y, en general, abunda el profesor genio y figura. A menudo, más figurón que otra cosa. Por ejemplo, cuando te cuentan lo maravillosos que son y sus proezas académicas, la gente importante que conocen, etc. Es muy humano en el fondo y te puede hacer más o menos gracia, pero es así. Mientras se tomen en serio su profesión y se lo curren, tienen todos mis respetos, incluso mi paciencia.
Imagen vía El último íbero
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