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A un amigo de veinte años

La amistad es arte. Por eso es frágil.
Querido amigo de veinte años:

Como sabes, y si no llevo mal las cuentas, te llevo dieciséis años. Eso significa que cuando yo me di el primer beso con mi primera novieta, tú estabas a punto de nacer.

Sin embargo, hemos compartido casi dos años en la universidad de igual a igual, aunque en alguna ocasión he sido pasto de tus burlas por no combinar bien la ropa, por no aguantar hasta las tantas en la discoteca, por estar un poco fuera de onda...

Burlas que no han sido nunca hirientes y que, como ya voy camino de la madurez (que en un hombre es mucho decir), siempre me han resbalado bastante (aunque me hicieras sentir viejo por un instante). Aparte, también me has comentado a menudo, con esa media sonrisa irónica, lo mucho que me apreciabas por ser más diablo que viejo.

Por la mañana, también es curioso, doy clase a chicos y chicas que apenas son cinco años menores que tú y que me toman por un papá sin hijos. Es decir, me manipulan de todas las maneras posibles para no hacer clase o para que les apruebe sin hacer los deberes.

Tú, amigo de veinte años, has hecho más o menos lo mismo: de la broma simpática has pasado a la sorna corrosiva y, paradójicamente, no has sabido demostrar con hechos todo ese respeto reverencial que decías tenerme cuando te sorprendía mi escasa, aunque diversificada, cultura (que es enorme si la comparo con la de muchos chicos y chicas de veinticinco años, cinco más de los que tienes).

A tu edad, a mediados de los noventa del siglo pasado, yo era incapaz de mantener una amistad con un tipo de 36. Principalmente porque en aquellos tiempos un varón que rebasaba los 35 era ya un hombre hecho y derecho o un bala perdida. Y ni lo uno ni lo otro me interesaba para pasar los ratos de ocio.

Tampoco me veía, la verdad, capaz de competir en nada con un hombre de esa edad. Quizá a las máquinas recreativas o a un sprint. Poco más. Y nunca lo intenté, porque suponía que eso de desafiar a alguien que trabaja y tiene niños en lugar de coleccionar cómics era faltarle al respeto y pecar de egolatría. Sí, en aquel entonces todavía creía en los pecados.

Sin embargo, tú has acabado considerando que estudiar juntos era una especie de carrera entre los dos. No puede ser así de ninguna manera. Más que nada, porque yo estudio por gusto y, de alguna forma, siento que regreso a alguna parte que se parece mucho al sitio al que tú te diriges. Este esquema básico, dibujado por el ciclo de la vida, nos coloca en sentidos distintos de un sendero que ni siquiera es igual. En algunos trechos en los que tú ves piedras y vallados, yo sólo veo un suelo liso por el que deslizarme mientras disfruto del paisaje. Y eso me pasa más por viejo que por diablo.

Pero de nuevo surge la paradoja: incluso un chico de 36 años puede atravesar una mala racha y, donde antes veía una cuesta abajo, con una pendiente ligera y agradable, puede acabar tropezando hasta caer de rodillas en un charco formado por su propio sudor.

Por eso, amigo de veinte años, si ahora ya no nos saludamos como antes no es por la diferencia de edad, ni porque hayamos cambiado ni porque yo tenga razón y tú no la tengas. A fin de cuentas, el motivo de una disputa siempre es lo de menos. En nuestro caso, es apenas la punta del iceberg. En el fondo, siempre sospechaba y me temía que no me acabaras de respetar. Y tú has querido leer en mis momentos de debilidad la prepotencia del abusón que exige tratos de favor sólo porque tiene más años.

Nunca sabré si tu amistad era sincera. Todo da a entender que no. Pero creer que un chico de 36 años no puede atravesar una mala racha y sufrir como los demás es un error grave. Con todo, la causa principal de mi enfado no se basa en suposiciones.

El motivo principal es que me has visto tropezar y caer, y no me has dado la mano. Dentro de 16 años, como ahora, querrás que una mano amiga te ayude a levantarte. Sin explicaciones ni preguntas. Y querrás, además, que esa persona que te recoge del charco de tu propio sudor no se queje de haberse ensuciado el traje. De hecho, preferirás que jamás te recuerde que le debes un favor. Y ahí tendrías que ver la posibilidad de un amigo.

Tú que eres suficientemente joven para confiar en lo que dice el Nuevo Testamento, y que incluso has querido limpiar de mercaderes un templo, no caigas en el error de ver Judas en los primeros versículos, porque todo está bien estructurado en esa parte de la Biblia. Simplemente, no toca, como no toca que un amigo se quiera aprovechar de tus apuntes en una materia que ya tiene aprobada por defecto (piensa que todos queremos más y mejor, tú también). Este conflicto sólo da para un diálogo entre la muñeca Barbie y sus amigas. Y estamos hablando del Cristianismo, una de las bases en las que se asienta nuestra cultura.

Quédate, si me permites, con un consejo de viejo diablo, con el mensaje de Jesucristo cuando actúa y habla poc, cuando defiende a la prostituta y continúa con su camino a pesar de conocer la tragedia de la vida, que es la muerte segura. Lo demás, amigo de veinte años, es una gran tontería. Y si eres creyente de verdad, ni siquiera la muerte te tiene que impedir ser, siempre que puedas, valiente, esto es, generoso y solidario.

Y para cuando te falle la fe, que te ocurrirá porque eres inteligente, escucha esta canción desde tu interior:

EN MI PECHO (El último de la fila)

En mi pecho, corazón,


late libre, sin temor.

Déjame ser verso de amor,

la devoción de un amigo.

Mucho tiempo sombra fuí,

en mi mismo me perdí.

De tí aprendí a ser la mano que da

sin recibir,

generosa y leal.



¿Qué es la vida? absurdo trajín.

Dame alma, calor.

Ser tan limpios como la nieve que cae.

Todo tiene quien todo da.



Nada espero, nada sé,

nada tengo, sólo fe.

Y donde estemos, saber estar;

aunque sea ingenuo, no codiciar.

Nunca ceder ante la adversidad.

Quiero tener la alegría

del que está en paz.

Mis cadenas he de romper;

fuera penas, amargas como la hiel.



Probablemente, una de las canciones más hermosas que se han escrito en castellano. Va por ti, joven amigo.

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