A los ojos de un deprimido, su carreta de bueyes viejos avanza con desesperada lentitud por un sendero infinito, quebrado, rocoso. A veces cree descifrar las letras borrosas de un letrero en uno de los laterales, tras la mala hierba que aparece y desaparece del suelo yermo.
Normalmente, un deprimido cree saber hacia dónde va durante un tiempo no muy largo. Luego, recula, o se sale del camino, o tiene que arrastrar un buey muerto hasta que se da cuenta de que es más peso del que la carreta logra llevar... si es que se da cuenta.
En cambio, para un extraño, el deprimido viaja cómodamente sentado en la parte de atrás de un coche familiar, una de esas rancheras que estuvieron de moda en los ochenta, pero que recordaban demasiado a los coches fúnebres. Más bien se trata de uno de esos modelos que increíblemente todas las parejas jóvenes se compran al tener el primer hijo, como si fueran a tener muchos más. Son coches espaciosos y fríos. Muy cómodos.
El caso es que el deprimido, á ojos de un extraño, viaja cómodamente por una autopista que alguien ha construido o financiado, y en un automóvil que otra persona conduce y que seguramente mantiene. Quizá incluso tenga compañía, gente que le habla y le entretiene, e incluso una música de primera en uno de esos aparatos de alta fidelidad para coches.
En realidad, las dos visiones son ciertas. El deprimido atraviesa una etapa angustiosa y seguramente larga. Al mismo tiempo, las personas que lo acompañan, ya sea por lazos familiares, por amor, por lo que sea, tienen que acomodarse a las necesidades terapeúticas del deprimido. Es decir, tienen una obligación doble y que deben realizar a la vez: disimular que todo va bien y lograr que el ambiente sea lo más propicio para la recuperación del enfermo.
Por eso, el deprimido que se logra recuperar de su enfermedad debería saber algo muy importante: cuando su camino pedregoso empiece a cubrirse de una fina capa de hierba, justo cuando elegantes caballos suplan a los bueyes y se vea con el brío necesario para conducir el carro, entonces atravesará un umbral, una penúltima puerta. Y un peaje.
De alguna manera, cuando la sonrisa vuelva al rostro del casi ex deprimido, las personas que lo han cuidado dejarán de fingir y las tensiones reprimidas saldrán a la superficie.
El final de la historia no lo sé yo ni lo sabe nadie hasta que ocurre. Dependerá de muchísimos factores. Ya sólo situar a un deprimido en un contexto familiar cooperante me parece muy optimista. Piensa en la gente que vive sola, a miles de kilómetros de su barrio, amigos y familia, o en los mendigos que duermen al raso. Es cierto que ellos no tendrán que pagar ningún peaje. Ya lo hacen cada día.
Normalmente, un deprimido cree saber hacia dónde va durante un tiempo no muy largo. Luego, recula, o se sale del camino, o tiene que arrastrar un buey muerto hasta que se da cuenta de que es más peso del que la carreta logra llevar... si es que se da cuenta.
En cambio, para un extraño, el deprimido viaja cómodamente sentado en la parte de atrás de un coche familiar, una de esas rancheras que estuvieron de moda en los ochenta, pero que recordaban demasiado a los coches fúnebres. Más bien se trata de uno de esos modelos que increíblemente todas las parejas jóvenes se compran al tener el primer hijo, como si fueran a tener muchos más. Son coches espaciosos y fríos. Muy cómodos.
El caso es que el deprimido, á ojos de un extraño, viaja cómodamente por una autopista que alguien ha construido o financiado, y en un automóvil que otra persona conduce y que seguramente mantiene. Quizá incluso tenga compañía, gente que le habla y le entretiene, e incluso una música de primera en uno de esos aparatos de alta fidelidad para coches.
En realidad, las dos visiones son ciertas. El deprimido atraviesa una etapa angustiosa y seguramente larga. Al mismo tiempo, las personas que lo acompañan, ya sea por lazos familiares, por amor, por lo que sea, tienen que acomodarse a las necesidades terapeúticas del deprimido. Es decir, tienen una obligación doble y que deben realizar a la vez: disimular que todo va bien y lograr que el ambiente sea lo más propicio para la recuperación del enfermo.
Por eso, el deprimido que se logra recuperar de su enfermedad debería saber algo muy importante: cuando su camino pedregoso empiece a cubrirse de una fina capa de hierba, justo cuando elegantes caballos suplan a los bueyes y se vea con el brío necesario para conducir el carro, entonces atravesará un umbral, una penúltima puerta. Y un peaje.
De alguna manera, cuando la sonrisa vuelva al rostro del casi ex deprimido, las personas que lo han cuidado dejarán de fingir y las tensiones reprimidas saldrán a la superficie.
El final de la historia no lo sé yo ni lo sabe nadie hasta que ocurre. Dependerá de muchísimos factores. Ya sólo situar a un deprimido en un contexto familiar cooperante me parece muy optimista. Piensa en la gente que vive sola, a miles de kilómetros de su barrio, amigos y familia, o en los mendigos que duermen al raso. Es cierto que ellos no tendrán que pagar ningún peaje. Ya lo hacen cada día.
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