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¿Merece la pena escribir una novela?

Lo podría adornar más o menos pero la respuesta seguiría siendo no. Un no categórico. Sin paliativos ni excusas ni letra pequeña.

Cualquier otra actividad me habría reportado más beneficios. Incluso acariciarme el ombligo. Ya no hablemos de hacer declaraciones de la renta para los vecinos o entrenarme en un gimnasio.

Son centenares de horas, incontables momentos que me he pasado escribiendo, tachando, borrando, reescribiendo.
Pero eso no es lo peor. Lo peor son los pensamientos que he dedicado a la trama novelesca, a los personajes, a las localizaciones, a una sola palabra... a una ficción embrionaria que me secuestraba de los placeres del tiempo presente.

Luego, en mi caso personal, la lucha contra la maléfica idea que te ronda cada vez que te acercas al texto: ¿y si no funciona? Si no funciona en mi caso ya no equivale a pensar “si no lo publico”. Doy por hecho que no se va a publicar. No creo en mi buena suerte. Si la tengo, no se presenta en forma de sorpresas agradables. Tengo suerte de estar vivo y de conocer a algunas personas que me han ayudado a sentirme especial cuando tenía que sacar fuerzas de flaqueza y a poner los pies en la tierra cuando había riesgo de terminar prisionero de mis fantasías.

Si la novela funciona, pongámoslo en positivo, significará que cuando la relea estaré contento de haber participado en una historia que avivará algo en el interior de alguien.

Sé que la pregunta es inevitable, aunque reconozco que me da no poca rabia. ¿Por qué sigues escribiendo si se ha convertido en una tortura? Pues no lo sé. Supongo que se me ha metido en la cabeza que no tengo otra manera mejor de contribuir a la cultura común. También te puede ayudar a entenderlo mi concepción del ser humano: si crees que puedes sumar para los demás, multiplica.

El resto de recompensas más personales en las que puedas estar pensando no caben en mi ánimo ni en mi cabeza. Ya he leído a demasiados autores que no obtuvieron ningún reconocimiento, o muy escaso (o muy efímero), como para entender que lo importante es sentirse bien con la experiencia por la que he pasado. ¿Pero no quedamos en que era una tortura? Supongo que cambiarle los pañales a un bebé tampoco debe de ser agradable, ¿verdad?

Lo seguiré haciendo. Seguiré revisando esta novela que acabo de terminar, pero que a veces reescribiría de cabo a rabo. Seguiré con la sospecha de ser un masoquista. Temeré haber perdido el tiempo porque tal vez el novelista nazca y no se haga.

Y cuando no pueda añadir ni quitar nada más a la última novela, empezaré otra sabiendo de antemano que me llevará uno, dos, tres años, o quién sabe cuánto, y que me pondrá al límite de mi resistencia.

Quizá esté ahí la clave: enfrentarme conmigo mismo me atrae, porque no hacerlo me produce un terror insondable. Admiro a la gente que no necesita examinarse cada cierto tiempo, aunque para ser sincero tengo la sensación de que su tangible felicidad puede que sólo sea superficial.

Hay gente a la que se le da tan bien fingir, que olvidan que un día empezaron a hacerlo. Las buenas novelas no se pueden trampear. Por más que el autor se las ingenie para entretener al lector (o escoja la vía contraria y pretenda ser más de lo es), la novela queda expuesta para que el juicio de muchos la ubique en su lugar.

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