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La familia, dinamita pura

Ponles tú los rostros.
Te escriben o te llaman desde la distancia y averiguas que están bien. Es instantáneo: te relajas o te pones de los nervios.

Cuando los ves después de mucho tiempo, el corazón se pone a mil. Los abrazas, los besas, los apresas para que no se vayan nunca más, aunque seas tú el que voló del nido.

Y, sin embargo, a los quince minutos, cuando ya has dejado las maletas en el cuarto y has descubierto que aquello ya no es tu habitación, es una sala de máquinas; cuando te han vuelto a decir eso de "a ver cuándo nos vas a dar una sorpresa"; en fin, a la que la interacción con el presente te emborracha de pasado con sus momentos regulares, malos o muy malos; entonces, respiras hondo y te dices que esta vez lo aguantarás.

Funciona los dos primeros días. Quizá tres. Pero es inevitable que las costumbres que no te gustaban de la casa de tus padres vuelvan con tanta fuerza que te parezcan insoportables. Cabe la posibilidad también de que las indirectas sobre tu futuro o algún chantaje emocional te hagan perder los nervios. Quizá algo tan tonto como que se olviden de ti a la hora de hacer la comida con la verdura que menos te gusta te pueda exasperar.

Lo peor es crearse expectativas. Si crees que va a salir mal, sale peor. Y si esperas que alguna tarde tu padre deje de irse a tomar café con los amigotes y tu madre se salte la siesta o la visita a la vecina para hacer "algo" juntos, entonces ya puedes ir despidiéndote.

Cuando quieres a tu familia lo suficiente para saber que lo poco gusta y lo mucho apesta, visítalos sin esperar ningún milagro. Es más fácil que los israelíes dejen a los palestinos organizar un concurso de grafiti en el muro de las lamentaciones. Aparte, rellena tu agenda, aunque esto te obligue a terminar con tus huesos en la biblioteca de tu infancia.

Merece la pena no abusar del amor familiar. De lo contrario, las próximas Navidades o el verano que viene, podrías equivocarte de tren o de avión y acabar en la otra punta del mundo.

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