Lógico que no se entere de nada. |
Digamos que un héroe épico, Ulises, Héctor o el Cid, seguía un camino de aventuras para conseguir un objetivo. Y ésa era la trama. Lo psicológico quedaba aparte. La metarrealidad era impensable. Y las vicisitudes del héroe hasta alcanzar su objetivo eran todo lo que importaba.
La novela posmoderna, con el siglo XX, ha vuelto a tomar al individuo como protagonista favorito, pero no tiene nada que ver con el héroe épico.
Lo de Mariano Rajoy en el último año y medio significa el final de la épica política.
Por un lado, tomemos a Zapatero: el hombre del pueblo que, contra viento y marea, tomó el timón del PSOE, y que pese a la opinión contraria de sus compañeros de partido ha hecho y deshecho con más errores y aciertos desde que estalló la crisis. La última ha sido sonada: pactar la reforma de la Constitución con el PP no le hizo gracia a su relevo Rubalcava.
Ahora vamos con Rajoy: se le designa a dedo. En teoría, Aznar. Pero nadie sabe quién manda realmente en el PP. Quizá ni sus primeras espadas lo sepan. El caso es que la disciplina es férrea. Todos obedecen al líder y punto. Y él, a pesar de que nadie parece tenerle demasiado respeto, es el líder.
En los últimos meses, hemos oído y visto poco a Rajoy. Es un secreto a voces que sus asesores le han aconsejado que no haga declaraciones. Sencillamente, cada vez que abre la boca, pierde votos virtuales (habría que ver si son los mismos sabios que le aconsejaron lo de la niña de Rajoy). Por otro lado, esa inercia y disciplina marcial del PP impide que se presente otro candidato que no sea el elegido por el anterior elegido, que en teoría heredó el puesto del maestro y mentor del partido, Fraga. Una saga poco democrática, pero no acaba ahí: ¿qué pinta desde hace ocho años Fraga, que está en las últimas? Y si él no puede dirigir el partido, ¿quién lo hace? Rajoy no.
Podemos intuir por qué Rajoy sigue ostentando todos los honores del PP, pero sabemos que él manda poco. De lo contrario daría la cara, haría cambios, hablaría con voz propia, etc. Y la madeja vuelve a enredarse: puesto que el PP no usa la democracia para elegir a sus valedores, alguien debe de mover los hilos. El caso es que no sabemos quién gobierna el partido. Lo que está claro es que Rajoy es la vez un emblema (por presidente) y un estorbo (porque su partido obtendría mejores resultados en las encuestas sin él).
A Rajoy le han ordenado que no hable y, mientras, le crecen portavoces por todas partes: el señorito andaluz, el grosero valenciano, la dama de las mil caras, la gata rabiosa e incluso el musculitos de las Azores. Cualquiera habla en nombre del PP, excepto su presidente y candidato a gobernar el país.
O sea, que el 21 de noviembre España podría amanecer con un presidente de gobierno en el que ni su propio partido confía y cuya mayor virtud es no aparecer en los medios de comunicación.
Es el final de la épica política. Un antihéroe en toda regla. Un hombre prisionero entre dos masas indeterminadas que lo estrujan: eso tan abstracto y oscuro que tiene por símbolo una gaviota y las encuestas.
Para mí darle la victoria electoral a semejante personaje es más injusto que dársela a cualquier intrigante de la telebasura. Al menos ellos dan la cara.
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