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La ansiedad, pequeña tragedia y gran negocio

Tras cinco años de tratamiento es lógico que uno se preocupe por la evolución de su ansiedad. Son muchas pastillas, varios cambios de tratamiento y una dependencia absoluta de los ansiolíticos.

Al principio te enervas con el psiquiatra: ¿para qué me da antidepresivos si yo no estoy deprimido? Y te cuenta una historia seudocientífica de las que no dan derecho a réplica, aunque no te asegura que sea efectivo ni ese ni los diez compuestos diferentes que va probando en tu cuerpo y mente.

Tampoco te advierte del todo de que estas pastillistas que no sabes muy bien para qué sirven tienen unos efectos contrastados que sí vas a notar: digestiones complicadas, cambios de peso (a más, por supuesto), somnolencia o insomnio según la combinación e incluso ¡una mayor ansiedad! Y me dejo un largo etcétera de efectos secundarios que dan para una película de terror.


Un psiquiatra no quiere que le cuentes rollos. El del seguro, al menos, te toma por un Quimicefa humano y ni siquiera se ha leído tu historial cuando entras en la consulta. Eso sí, siempre te pide paciencia y te da conversación si te muestras de buen rollo. Si no, ni eso: una lista de medicamentos y a la calle.

Lo del psicólogo de la Seguridad Social es otra historia, pero no mejor. Si amaneces con una "mera" ansiedad te dan unas cuantas fotocopias y te riñen si confiesas que no has conseguido hacer todos los ejercicios, a menudo en escala minúscula y emborronados en su blanco y negro pasado de vueltas.

Algunos te preguntan cosas, pero es mejor que no les digas toda la verdad porque todo lo que se aleje de: "yo prometo ir a un gimnasio, apuntarme a clases de respiración, tener pareja estable, no quejarme en el trabajo y evitar cualquier conflicto", les parece mal. "¡No abras ningún frente más!", te recriminan, o "quizá no estás haciendo todo lo necesario".

Lo más gracioso ocurre cuando deciden darte de alta. No han conseguido erradicar tu ansiedad, pero consideran que hay gente mucho más grave. Imagínate que contratas a un electricista que te deja sin luz y te explica que necesitarían mucho más tiempo y bastante suerte. Además, hay gente que ni siquiera disfruta de agua potable.

Tampoco esperes consuelo en el farmaceútico. Los jóvenes te miran como si llevaras colgada una chapa con el rótulo "psicópata desatado", Por fortuna, la mayoría te trata con normalidad. Aunque a menudo te puedes encontrar con un boticario que te hace sospechar de todo el entramado: "mira, yo que tú me pasaba a la homeopatia (que no cubre el seguro). Hay muchos psiquiatras que reciben regalos de las farmaceúticas para colocar sus productos". Te encoges de hombros. ¿Y yo cómo sé que me están timando?

Quizá, cinco años sin evoluciones, mucha programación neurolingüística, libros de autoayuda... e incluso técnicas orientales que juraste no probar, te deberían dar una pista: te están timando.

Pero cuesta creer que haya una confabulación porque el Estado paga una pasta por esos medicamentos. Algunas recetas incluyen el precio real y es verdaderamente un escándalo. Y eso que las pastillas no funcionan...

Todas no son igual de inútiles. Los ansiolíticos responden, pero resulta que no curan. Sólo alivian. Los vas tomando y no te das cuenta de que están calmando a la bestia que llevas dentro hasta que intentas reducir la dosis. Vuelven los mareos, las urticarias, los dolores de cabeza, la fatiga crónica, la sensación de morirte en mitad de la calle... Un verdadero horror.

Miras a tu alrededor y descubres más gente que sufre en silencio tu mismo problema, con sus particularidades y con diversos nombres, y prácticamente nadie sale del pozo.

Y sin embargo el psiconanalista, el psiquiatra. el de la acupuntura, el homeópata o las decenas de especialistas a los que puedes recurrir no bajan de cincuenta euros la hora de consulta.

Es una atrocidad, porque, además, raramente funciona. La gente que te dice que se siente mejor acaba recayendo o, en algunos casos, consideras que experimentan un efecto placebo que dura los siete días entre visita y visita.

La ansiedad generalizada, ya lo he dicho alguna vez, es una pandemia que se está extendiendo a todo tipo de personas. Y lo peor es que a cada uno le da por una cosa. Que si agorafobia, que si comportamientos obsesivos, que si anorexia y un largo etcétera.

A uno le dan ganas de bajar los brazos, pero eso es imposible: se puede desconectar de todo menos de la vida. Precisamente si uno siente ansiedad es porque el miedo se ha apoderado de ti. Y casi siempre está el miedo a morir como trasnfondo... acechando.

Si la sociedad te ha convertido en un ansioso crónico, lo menos que podrían hacer es ayudarte económicamente hasta que den con una solución médica.

Recuerdo que antes de descubrir que el sistema universitario español te vendía al mejor postor, antes de acabar explotado impunemente en varias empresas, antes de terminar sin trabajo por culpa de una crisis bancaria a la que hay que rescatar, antes de todo eso, yo era un tipo feliz, con mis más y mis menos, pero capaz de ir a cualquier parte sin un bote de pastillas en el bolsillo.

Al menos, algo he aprendido en todo este tiempo, aunque la mayor parte del temario sólo me incumba a mí. Al fin y al cabo, tener un máster en mí mismo no sirve para mucho más que para aguantar el chaparrón con dignidad. Y contarlo para deshogarme o por si a alguien le sirve de consuelo.

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