Quizá el resto del mundo no lo sepa, pero para solucionar el desaguisado que se cuece (y se quema) cada día en la enseñanza pública, los que más saben de educación en Catalunya han inventado una jornada que ubica al profesor en sus tiernos 18 años, cuando se daba con un canto en los dientes por ganar cien mil pesetas (600 euritos de hoy).
A mí me ha tocado la china este año y tengo la suerte de haberme convertido en un fantasma que aparece de vez en cuando por los pasillos del instituto. Gracias a este empleo a tiempo succionado, tardo más tiempo en trasladarme hasta mi lugar de trabajo de lo que dura mi única clase del día. Pero no acaban aquí las ventajas.
Por ejemplo, he conseguido que mi presencia en la sala de profesores signifique cada día una novedad. Rara es la ocasión en la que algún colega de profesión me dé la bienvenida al centro y me pregunte por mi especialidad. También me he hecho popular entre los alumnos a los que no imparto clase porque siempre les llama la atención ver a un intruso de vez en cuando cargado de libros.
El gran milagro del Departament d'Educació es que, en la primera ocasión en que me dan un curso completo, todos creen que soy interino.
Y, claro, como trabajo un tercio del horario de los profesores, cobro un tercio. Como si fuera proporcional. Hasta los taxis tienen una tarifa por bajar la bandera. Nosotros no.
Por otra parte, y como todo el mundo debería saber, mi principal función en el aula se ve perjudicada. ¿Enseñar inglés? Ni hablar. Conseguir que de unos chavales consentidos o dejados de la mano de Dios (con excepciones, claro) se conviertan en seres humanos en plena evolución positiva. Cuesta ganarme la confianza de unos niños y niñas que de de tontos no tienen un pelo y que adivinan en mi extraña jornada laboral una precariedad de la que ni puedo ni quiero hablarles. Pero se nota.
Ya no hablemos de los trastornos económicos, sobre los que no me extenderé. Si mi bolsillo sufre, mi estabilidad emocional no lo es menos. Con una carga de títulos, cursos y experiencia a mis espaldas me veo relegado al vagón de quinta clase. Lo peor sucede cuando me visualizo sin billete en el futuro, ese monstruo que se presenta siempre cuando en el presente las cosas van mal.
Hoy en las noticias daban cuenta de un precioso centro Niemeyer de unos cinco millones de euros (confesos) y de un proyecto para fotografiar los fondos marinos que costará seis millones de euros. Sin embargo, en nuestra educación hay que escatimar recursos cada año, a pesar de que, diga lo que diga el estudio PISA, la educación se hunde. Si tienes hijos, sobrinos, o, simplemente, ojos en la cara, ya sabes de qué hablo.
A mí me ha tocado la china este año y tengo la suerte de haberme convertido en un fantasma que aparece de vez en cuando por los pasillos del instituto. Gracias a este empleo a tiempo succionado, tardo más tiempo en trasladarme hasta mi lugar de trabajo de lo que dura mi única clase del día. Pero no acaban aquí las ventajas.
Por ejemplo, he conseguido que mi presencia en la sala de profesores signifique cada día una novedad. Rara es la ocasión en la que algún colega de profesión me dé la bienvenida al centro y me pregunte por mi especialidad. También me he hecho popular entre los alumnos a los que no imparto clase porque siempre les llama la atención ver a un intruso de vez en cuando cargado de libros.
El gran milagro del Departament d'Educació es que, en la primera ocasión en que me dan un curso completo, todos creen que soy interino.
Y, claro, como trabajo un tercio del horario de los profesores, cobro un tercio. Como si fuera proporcional. Hasta los taxis tienen una tarifa por bajar la bandera. Nosotros no.
Por otra parte, y como todo el mundo debería saber, mi principal función en el aula se ve perjudicada. ¿Enseñar inglés? Ni hablar. Conseguir que de unos chavales consentidos o dejados de la mano de Dios (con excepciones, claro) se conviertan en seres humanos en plena evolución positiva. Cuesta ganarme la confianza de unos niños y niñas que de de tontos no tienen un pelo y que adivinan en mi extraña jornada laboral una precariedad de la que ni puedo ni quiero hablarles. Pero se nota.
Ya no hablemos de los trastornos económicos, sobre los que no me extenderé. Si mi bolsillo sufre, mi estabilidad emocional no lo es menos. Con una carga de títulos, cursos y experiencia a mis espaldas me veo relegado al vagón de quinta clase. Lo peor sucede cuando me visualizo sin billete en el futuro, ese monstruo que se presenta siempre cuando en el presente las cosas van mal.
Hoy en las noticias daban cuenta de un precioso centro Niemeyer de unos cinco millones de euros (confesos) y de un proyecto para fotografiar los fondos marinos que costará seis millones de euros. Sin embargo, en nuestra educación hay que escatimar recursos cada año, a pesar de que, diga lo que diga el estudio PISA, la educación se hunde. Si tienes hijos, sobrinos, o, simplemente, ojos en la cara, ya sabes de qué hablo.
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