Esto pasó más o menos como cuento a continuación: me encontraba paseando por las ramblas. Era lunes por la mañana y la calidez del día animaba a la gente a charlar unos con otros, o sentarse en alguna de las baratísimas y típicas terrazas.
Qué tapas servían con las cervezas. Me costó dios y ayuda decidirme por una de las terrazas. Al final creo que acerté. Nada más verme sentado me atendió un chico muy rubio y simpático de las Corts, que me recomendó visitar el Raval como si fuera un turista. Estuvimos charlando un rato. Incluso se sentó a mi lado para comentar la armonía que se vivía en el barrio, que tanta mala fama tuvo hasta principios del siglo XXI. Hice un comentario sobre lo maravilloso que era disfrutar de la mezcla de culturas. El chico se sorprendió. Claro, era demasiado joven para haber vivido otros tiempos. Después salió su jefe, un pakistaní, y se tomó una cerveza con nosotros. Al cabo de un buen rato, el jefe le dijo que ya era hora de irse a casa. Trabajaban de diez a doce. Sin embargo, al joven le apetecía echar una hora más. Al pakistaní le pareció bien.
En la mesa de al lado, unos trabajadores de la construcción avisaban al patrón de que ya era hora de ponerse al tajo, pero el patrón decía que no, que ahora invitaba a jamón ibérico.
Al cabo de diez minutos, todavía seguían allí los obreros, riendo, comiendo y bebiendo. Luego, me fijé en dos chicas rumanas con un par de bebés en sus carritos que parecían buscar sitio. Sin pensármelo dos veces, les invité a sentarse a mi mesa y estuvimos hablando un rato sobre lo bien que se vive en Rumanía desde que la Unión Europea se había ido a hacer puñetas.
Como las tapas copiosas que traía el rubio de las Corts sólo hacían que abrirme el apetito, me despedí de las rumanas. Al despedirme me fijé que los obreros habían desaparecido de la terraza sin acabarse el jamón. El rubio me dijo que me llevara un par de lonchas sin problemas; para engañar al estómago. Le di las gracias y me marché.
Cuando subía por las ramblas, me acerqué a un puesto de animales para ver cómo una veterinaria desparasitaba a una pandilla de hurones que corrían juguetones por entre las jaulas abiertas del resto de animales. Nada más emprender la marcha, un taxista detuvo el coche, se bajó y me alcanzó con el brazo. Me preguntó si iba en dirección a Lesseps y le respondí que sí. El taxista insistió en llevarme gratis porque, de todas maneras, tenía que pasar por allí. Insistí en que me apetecía pasear un poco más y el taxista se despidió, preocupado por el resto de vehículos, parados tras su coche, aunque todos esperaban pacientemente, como si no existieran las prisas.
Ya cerca de mi destino, el metro de Plaça Catalunya, me fijé en los escaparates de las tiendas de ropa, cada cual diferente y con el nombre de su propietario. Se habían preparado para la campaña navideña y, por supuesto, habían bajado los precios hasta un cincuenta por ciento. En una de las tiendas vi un belén realizado con maniquíes de hombres y mujeres de todo tipo: gordos, altos, casi enanos...
Mi estómago volvió a avisarme y me dirigí hacia la boca del metro. Instintivamente fui a buscar en el bolsillo del pantalón el billete, pero recordé que esos eran otros tiempos. Hace muchos años te cobraban un dineral por trayecto. Ahora es gratis.
Antes también habría sido imposible pasear un lunes por la mañana por las ramblas. Y mucho menos tomarse algo en sus terrazas sin que te cobraran una millonada por una copa enorme de sangría con pajita a la caribeña. Antes, ésa es la verdad, Barcelona daba miedo: los inmigrantes trabajaban como esclavos, los españoles y catalanes, otro tanto de lo mismo, aunque miraban a los “otros” por encima del hombro. Los extranjetrs, en general, te daban miedo porque en la televisión decían que siempre intentaban robar, sobre todo las rumanas con niños. En los andamios, los obreros se dejaban la piel y en los puestos, los animales se contagiaban de todas las enfermedades posibles. Para colmo, los comercios eran las mismas franquicias de los centros comerciales; ya se sabe, para un mismo público, para la gente delgada y no demasiado baja.
Qué alivió sentí al subirme al vagón, descongestionado, porque pasaban trenes cada medio minuto. Al sentarme sentí un escalofrío, porque a pesar de lo a gusto que me sentía en esta nueva sociedad, no dejaba de darle vueltas al infierno que supuso vivir en una era en la que toda tu vida te la podías pasar recelando de los demás, trabajando de sol a sol y con la constante insatisfacción de no encajar con las tallas de las franquicias de ropa, de no tener el coche del vecino, de no llegar a fin de mes a pesar de trabajar tanto, de encapricharse en comprarte por Navidad un hurón desnutrido en las ramblas.
Menos mal que a un iluminado se le ocurrió hacer un pacto global para usar la tecnología por el bien común y trabajar lo justo para que todos tuviéramos lo necesario: una vivienda, comida y gente a la que repartir cariño.
En un santiamén llegué al apartamento, me tomé la cápsula del mediodía y me acerqué a casa de la vecina por si quería hacer el amor.
Qué tapas servían con las cervezas. Me costó dios y ayuda decidirme por una de las terrazas. Al final creo que acerté. Nada más verme sentado me atendió un chico muy rubio y simpático de las Corts, que me recomendó visitar el Raval como si fuera un turista. Estuvimos charlando un rato. Incluso se sentó a mi lado para comentar la armonía que se vivía en el barrio, que tanta mala fama tuvo hasta principios del siglo XXI. Hice un comentario sobre lo maravilloso que era disfrutar de la mezcla de culturas. El chico se sorprendió. Claro, era demasiado joven para haber vivido otros tiempos. Después salió su jefe, un pakistaní, y se tomó una cerveza con nosotros. Al cabo de un buen rato, el jefe le dijo que ya era hora de irse a casa. Trabajaban de diez a doce. Sin embargo, al joven le apetecía echar una hora más. Al pakistaní le pareció bien.
En la mesa de al lado, unos trabajadores de la construcción avisaban al patrón de que ya era hora de ponerse al tajo, pero el patrón decía que no, que ahora invitaba a jamón ibérico.
Al cabo de diez minutos, todavía seguían allí los obreros, riendo, comiendo y bebiendo. Luego, me fijé en dos chicas rumanas con un par de bebés en sus carritos que parecían buscar sitio. Sin pensármelo dos veces, les invité a sentarse a mi mesa y estuvimos hablando un rato sobre lo bien que se vive en Rumanía desde que la Unión Europea se había ido a hacer puñetas.
Como las tapas copiosas que traía el rubio de las Corts sólo hacían que abrirme el apetito, me despedí de las rumanas. Al despedirme me fijé que los obreros habían desaparecido de la terraza sin acabarse el jamón. El rubio me dijo que me llevara un par de lonchas sin problemas; para engañar al estómago. Le di las gracias y me marché.
Cuando subía por las ramblas, me acerqué a un puesto de animales para ver cómo una veterinaria desparasitaba a una pandilla de hurones que corrían juguetones por entre las jaulas abiertas del resto de animales. Nada más emprender la marcha, un taxista detuvo el coche, se bajó y me alcanzó con el brazo. Me preguntó si iba en dirección a Lesseps y le respondí que sí. El taxista insistió en llevarme gratis porque, de todas maneras, tenía que pasar por allí. Insistí en que me apetecía pasear un poco más y el taxista se despidió, preocupado por el resto de vehículos, parados tras su coche, aunque todos esperaban pacientemente, como si no existieran las prisas.
Ya cerca de mi destino, el metro de Plaça Catalunya, me fijé en los escaparates de las tiendas de ropa, cada cual diferente y con el nombre de su propietario. Se habían preparado para la campaña navideña y, por supuesto, habían bajado los precios hasta un cincuenta por ciento. En una de las tiendas vi un belén realizado con maniquíes de hombres y mujeres de todo tipo: gordos, altos, casi enanos...
Mi estómago volvió a avisarme y me dirigí hacia la boca del metro. Instintivamente fui a buscar en el bolsillo del pantalón el billete, pero recordé que esos eran otros tiempos. Hace muchos años te cobraban un dineral por trayecto. Ahora es gratis.
Antes también habría sido imposible pasear un lunes por la mañana por las ramblas. Y mucho menos tomarse algo en sus terrazas sin que te cobraran una millonada por una copa enorme de sangría con pajita a la caribeña. Antes, ésa es la verdad, Barcelona daba miedo: los inmigrantes trabajaban como esclavos, los españoles y catalanes, otro tanto de lo mismo, aunque miraban a los “otros” por encima del hombro. Los extranjetrs, en general, te daban miedo porque en la televisión decían que siempre intentaban robar, sobre todo las rumanas con niños. En los andamios, los obreros se dejaban la piel y en los puestos, los animales se contagiaban de todas las enfermedades posibles. Para colmo, los comercios eran las mismas franquicias de los centros comerciales; ya se sabe, para un mismo público, para la gente delgada y no demasiado baja.
Qué alivió sentí al subirme al vagón, descongestionado, porque pasaban trenes cada medio minuto. Al sentarme sentí un escalofrío, porque a pesar de lo a gusto que me sentía en esta nueva sociedad, no dejaba de darle vueltas al infierno que supuso vivir en una era en la que toda tu vida te la podías pasar recelando de los demás, trabajando de sol a sol y con la constante insatisfacción de no encajar con las tallas de las franquicias de ropa, de no tener el coche del vecino, de no llegar a fin de mes a pesar de trabajar tanto, de encapricharse en comprarte por Navidad un hurón desnutrido en las ramblas.
Menos mal que a un iluminado se le ocurrió hacer un pacto global para usar la tecnología por el bien común y trabajar lo justo para que todos tuviéramos lo necesario: una vivienda, comida y gente a la que repartir cariño.
En un santiamén llegué al apartamento, me tomé la cápsula del mediodía y me acerqué a casa de la vecina por si quería hacer el amor.
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