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Siempre regreso a casa

Por más que el viento me azote la espalda; por más que las sombras de la noche me hagan quebrar conchas y caracolas a media luz; a pesar de que el bravo mar se me imponga, dominante y lejano, con su rugido sobrenatural; o tal vez precisamente por eso, siempre busco el mar, siempre regreso a casa.

Los ríos, estancados en las ciudades, son dioses antiguos y grasientos, dispuestos a dejarse devorar por los siglos, la estanquidad y los residuos de sus fieles paganos.

El mar es otra cosa. Allá donde se le corta el paso con un dique, la fuerza del agua azul y verde se impone hasta arrancar las cicatrices de la roca. Cuando uno le da la espalda, el ancestral salitre envuelto en la brisa te obliga a olerlo, a girarte hacia su soplo húmedo. A dar la cara.

No soy de los que nada con frecuencia, ni mucho menos de los que gustan de navegar. El mar y yo firmamos un pacto hace mucho tiempo: él me escucha y yo lo observo. Poco más. Cuando me baño en sus aguas, lo hago con recelo -no se vaya a enfadar- y con mimo, por todos los que lo han traicionado.

Si he de buscar mi sitio tendrá que ser bajo la cruel dictadura de la humedad y la dolorosa visión de mares ahogados por especuladores y turistas destructivos(aficionados a la vida, naúfragos de sí mismos). Para todos ellos, el mar sabe ocultarse bajo una apariencia demoledora y gris. A mí, en cambio, me susurra sus delicadas formas donde quiera que vaya, porque si se le respeta, te deja formar parte de él.

Estos días Cádiz me espera, con su bahía inmortal. En Barcelona late mi corazón contra corriente, pero mi alma sigue aferrada a mi Vila Joiosa. Por eso, aunque esté lejos, siempre regreso a casa.

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