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Agotado

Una fuerza invisible me obligó el domingo pasado a salir por el centro de Barcelona. Estaban casi todas las tiendas abiertas. Había que comprar los últimos regalos, los que haces por compromiso, los que no hay manera de elegir porque en realidad no conoces de nada al destinatario.

Conclusión: llegué reventado a casa, como si hubiera corrido una maratón.

Sin embargo, tengo que hacer acopio de fuerzas, porque ahora viene la preparación de los paquetes, cada uno con su nombre, cada uno con su lazo. Será porque no tengo hijos, pero me parece un trabajo tedioso que voy a tener que hacer de una manera u otra.

A continuación, me pasaré por las casas de amigos y familiares a que me ofrezcan los mismos polvorones de siempre, el mismo turrón... Aunque no me gustan los dulces.

Luego, tendré que pensar qué hacer en Nochevieja, porque se supone que hay que hacer algo importante rodeado de gente.

A partir del día 1 de enero llegará la peor prueba: hacer balance del año que se ha ido y proponer mejoras para el próximo.

Puede que el año que viene, por primera vez en mi vida, me lo tome como un cambio artificial en el calendario, como la secuencia inevitable y natural que es en realidad. Lo haré muy tranquilo, porque estoy seguro de que ahora mismo hay otras personas trabajando para que me den ganas de ser padre, tocar la guitarra o aprender bailes de salón.

Lo peor de las Navidades no es la paliza de felicitar a las personas que casi nunca ves. Al fin y al cabo, toda excusa es buena para desear el bien. Lo peor es acumular tareas impuestas y, a su vez, terminar el año con una sensación enorme de culpabilidad. Por eso, sólo de pensarlo, estoy agotado.

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