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Decepción o mortalidad

Te puedes esperar infinitas posibilidades de la vida, pero detrás de una persona sólo se halla la decepción (sí, aunque sean 100 años de felicidad, luego vendrá la decepción).

En realidad, no es exacto llamarle decepción. Al fin y al cabo, uno se decepciona por depositar un exceso de expectativas en seres animados y, a menudo, inteligentes. Y las expectativas se adecúan mejor para los planes, los negocios, los viajes o las adquisiciones. También terminan frustrándose y ocasionando decepciones, pero suelen herir menos que las ocasionadas por personas. Tienen un calado menos profundo.

Básicamente porque las personas se defienden aun cuando no se cierne peligro alguno sobre ellas. A veces incluso atacan queriendo amar o no saben medir el alcance de su poder dañino cuando sólo quieren dar una reprimenda, que no es más que exigir amor a cañonazos. Es decir, no es necesario que nada salga mal para que una relación humana se frustre. Es un hecho autónomo en multitud de casos.


Por eso, no conviene pregonar por ahí que las personas decepcionan. Ya que suelen tener entidad propia, libre albedrío y una predisposición inimaginable a equivocarse. Digamos, pues, que las personas son fallidas y nuestra relación con ellas sólo pueden acabar en desastre, ya que de un ser fallido a otro fallido cualquier acierto es producto del azar y esclavo del tiempo.

Abramos un paréntesis para la esperanza: existe la posibilidad de que una relación entre dos personas prospere en la misma medida que dos fallos fortuitos producen un acierto.

Se podrá objetar a esta teoría que se pueden documentar muchísimas relaciones humanas que han dado frutos positivos durante mucho tiempo. Y explicar esta ilusión daría para un libro. Podemos abreviar postulando que los cerebros humanos pueden recrear su propia realidad e incluso unirse para montar un escenario común en el que se desarrolle la automentira. Al fin y al cabo, el objetivo del cerebro es sobrevivir.

Sin embargo, aún en las relaciones más longevas, pongamos cincuenta años y, dando por bueno que esa felicidad, o ausencia de dolor en su defecto, ¿cuánto vacío se puede contabilizar antes y después de ese encuentro? Posiblemente no se pueda medir.

Ahora bien, ¿qué ocurre con esas personas para las que sólo importa su propia existencia? Si tanta importancia dan a sus peripecias, obviando su propia insignificancia, ¿no es preciso que encuentren en sus inevitables tropiezos abismos insondables?

No creo que la seudofilosofía de un profano pueda ocultar el pesimismo que nace del ánimo, que no es sino un misterio todavía para los neurólogos y psiquiatras. Sí, es cierto que no queriendo culpar a los demás de mis decepciones personales no hago más que subrayar que no creo en el ser humano.

Empezando por mí. Sólo yo conozco a fondo mi mezquindad. Aunque sólo yo sé la limpieza de algunos sentimientos que me albergan muy de tarde en tarde. Pero de todos los reveses que he recibido en mi ya largo historial de derrotas son las decepciones con mis iguales las que más dolor me han infligido.

Me considero emocionalmente limitado a mi especie. Nunca he sentido tanto por nada que no sea humano. Y la solución para frenar el sufrimiento sería cerrar el flujo de sentimientos, pero ¿tiene sentido vivir como un fragmento de roca? Si acaso, únicamente podré vivir a medio gas, para no quemar el combustible de mi ánimo. Por supervivencia. El término medio del que hablaba ya Aristóteles.

¿Y si el término medio fuera el principio de la inmortalidad? ¿Y si Las personas sólo somos actores que ni siquiera tenemos una mínima idea del papel y del escenario? Por manida, la metáfora sirva para situarnos en la insignificancia de la que algunos afortunados hacen virtud y vuelcan sus pasiones, fuerzas y esfuerzos en un sinsentido plagado de momentos optimistas, vitalistas, aciagos, etc. Esas personas se decepcionan y vuelven a esperanzarse, se caen y se levantan, ríen y lloran, triunfan y fracasan.

¿Y si ésa es la esencia del mundo y el resto, inmortalidades incluidas, son cuentos para ilusos?

Tal vez, lo reconozco, mi cerebro sea capaz de realizar funambulismos de todo tipo con tal de no asumir mi falta de coraje para afrontar las decepciones humanas, que a todas luces no son más que proyecciones de una idea infantil por la que establecer puentes inmortales para vencer a la muerte con, por ejemplo, la amistad.

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