Al salir del trabajo tendría que haber tomado la línea roja del metro para hacer transbordo en el centro y dirigirme hacia el Nordeste, donde vivo y, por fortuna, no me encuentro con los gilipollas de traje barato y barbita de dos días.
Sin embargo, no lo hice así. Preferí andar por una calle cualquiera para ver parques, gente, terrazas de bares sin solera y esa Barcelona que todas las excursiones turísticas evitan.
Me molestan al fondo las nubes amenazantes, pero peor lo llevo con la Sagrada Familia y sus grúas amarillentas. Me hacen pensar en la muerte: tanta gente murió con la esperanza de ver terminado el templo...
El cabreo no me deja disfrutar de los ancianos que pasean agarrados, quizá a echar la quiniela o a tomar un café descafeinado, ni de los padres primerizos que observan sentados en un banco lo poco que pueden ver de un bebé que duerme bien tapado en mitad del solar al que llaman parque. Ni me fijo en una chica de ojos tristes que ha salido a sacar al perro sin arreglarse.
Cuando ya pierdo la Sagrada Familia de vista, me giro y me encuentro con el edificio supositorio donde trabajo y tengo que empezar otra vez a hacer respiraciones profundas para calmarme.
Entonces, llueve con furia y sin avisar. Ninguna de mis dos capuchas, ni la de la sudadera Nike ni la de la chaqueta Adidas me tapan por completo la cabeza. Además, me hacen joroba.
Por fin, encuentro una boca de metro cualquiera, me hundo en sus escaleras mecánicas, saco la cabeza al aire cálido de la estación, me pongo los auriculares de mi MP3, elijo el disco de siempre y empiezo a ser feliz.
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