De por sí los apartados de deportes de los informativos resultan poco imaginativos, previsibles y bastante huecos. Normalmente, se limitan a hablar de fútbol, ninguneando el resto de disciplinas deportivas. Además, ni siquiera dan con la clave del juego de los equipos (los análisis de los supuestos expertos son los mismos que oigo cada mañana en el bar) y, puestos a cotillear, tampoco vulneran la ley del silencio y nos dicen realmente qué futbolista se pasa de juergas. O sea, poco o casi nada es lo que aportan a la información.
Ahora abren sección con los guiñoles franceses. Incluso en los diarios generalistas aparecen comentarios sobre el espacio de humor galo. Aquí observo dos asuntos, a cada cual más grave:
1) Lo que un espacio de humor emita no es noticia y mucho menos puede dar lugar a la crítica de los medios más importantes del país. No lo digo yo, lo dice el sentido común. Estos días el resultado es que los guiñoles han multiplicado su audiencia y, como consecuencia, toda España ha quedado en ridículo. ¿Es que no hay nada más interesante que un miniespacio de humor francés? ¿Tan cortos de entendederas somos? ¿Ni sentido del humor nos queda?
2) Interpretar las bromas de los franceses en clave de una envidia malsana del país vecino contra el nuestro es un síntoma del complejo de inferioridad que arrastramos. La realidad es que en todos los niveles, económica, social y culturalmente, los franceses viven mucho mejor que los españoles y lo más lógico es que los españoles les importemos un pimiento.
¿Cuál es el problema? La ignorancia de la gente, desde luego. Pero también algo igual de humano: la necesidad de evadirnos en mitad de una crisis brutal y la búsqueda de chivos expiatorios para atenuar ese sentimiento de frustración que nos invade.
¿Quiénes son los culpables? Aparte de los medios de comunicación, el Ministro de ¿Cultura? del nuevo Gobierno que abrió el fuego hace poco tachando a los franceses de xenófobos. Las últimas declaraciones del titular de exteriores tampoco tienen desperdicio: se muestra indignado como si se tratara de un asunto de Estado. Sólo estas dos estupideces justificarían no un programa humorístico más sino una película. De veras, es vergonzoso que un equipo de gobierno se pare a distraerse y distraernos, que en el fondo es la intención principal, con estas tonterías.
El humor, cuanto más hiriente, inteligente, crudo y salvaje, mejor, siempre que siga en los cauces del humor. Es decir, que divierta. El sufrimiento, el insulto y la vejación, en mi opinión, no tienen nada de divertido. Y, que se sepa, el primer programa de los guiñoles en los que Rafael Nadal meaba gasolina no deja de ser un gag humorístico logrado, porque además mantiene la ambigüedad. Todo el mundo interpretó que significaba que el tenista se dopaba, pero también se podía hacer otra lectura: Nadal tiene tanta energía que incluso su pis sirve como combustible.
¿Ingenuo? Tal vez, pero a mí no me la pegan con esta pérdida de tiempo, que es convertir una chorrada en noticia de la semana.
Tengo que reconocer, no obstante, que los siguientes sketches me parecen de dudoso gusto, pero igualmente, nadie nos obliga a verlos. De hecho, se emiten para la televisión francesa. Nosotros lo vemos porque lo buscamos por Internet o nos lo muestran los medios de comunicación españoles. Sólo les pertañe a los personajes públicos implicados, sobre todo Nadal tras ese penoso gag de la jeringuilla, decidir si merece la pena querellarse contra los humoristas. Nunca puede tomarse como una razón de Estado y mucho menos como una declaración de guerra por parte de los franceses.
Muchas veces la única escapatoria que tienen los seres humanos para lanzar un grito de auxilio es el sentido del humor. Para muchos sabios, además, es el gran elemento diferenciador entre los animales y las personas. Declarar la guerra al humor es un suicidio. ¿Criticar programas de humor? Por supuesto. Pero, ojo, porque si no soportamos ninguna broma, quizá se deba a dos factores:
a) Han dado en la diana.
b) Estamos rotos por dentro.
Me temo que es la segunda opción.
Última hora: La vicepresidenta del Gobierno, Saénz de Santamaría, escenifica el conflicto democrático con Francia en rueda de prensa. ¡Increíble!
Ahora abren sección con los guiñoles franceses. Incluso en los diarios generalistas aparecen comentarios sobre el espacio de humor galo. Aquí observo dos asuntos, a cada cual más grave:
1) Lo que un espacio de humor emita no es noticia y mucho menos puede dar lugar a la crítica de los medios más importantes del país. No lo digo yo, lo dice el sentido común. Estos días el resultado es que los guiñoles han multiplicado su audiencia y, como consecuencia, toda España ha quedado en ridículo. ¿Es que no hay nada más interesante que un miniespacio de humor francés? ¿Tan cortos de entendederas somos? ¿Ni sentido del humor nos queda?
2) Interpretar las bromas de los franceses en clave de una envidia malsana del país vecino contra el nuestro es un síntoma del complejo de inferioridad que arrastramos. La realidad es que en todos los niveles, económica, social y culturalmente, los franceses viven mucho mejor que los españoles y lo más lógico es que los españoles les importemos un pimiento.
¿Cuál es el problema? La ignorancia de la gente, desde luego. Pero también algo igual de humano: la necesidad de evadirnos en mitad de una crisis brutal y la búsqueda de chivos expiatorios para atenuar ese sentimiento de frustración que nos invade.
¿Quiénes son los culpables? Aparte de los medios de comunicación, el Ministro de ¿Cultura? del nuevo Gobierno que abrió el fuego hace poco tachando a los franceses de xenófobos. Las últimas declaraciones del titular de exteriores tampoco tienen desperdicio: se muestra indignado como si se tratara de un asunto de Estado. Sólo estas dos estupideces justificarían no un programa humorístico más sino una película. De veras, es vergonzoso que un equipo de gobierno se pare a distraerse y distraernos, que en el fondo es la intención principal, con estas tonterías.
El humor, cuanto más hiriente, inteligente, crudo y salvaje, mejor, siempre que siga en los cauces del humor. Es decir, que divierta. El sufrimiento, el insulto y la vejación, en mi opinión, no tienen nada de divertido. Y, que se sepa, el primer programa de los guiñoles en los que Rafael Nadal meaba gasolina no deja de ser un gag humorístico logrado, porque además mantiene la ambigüedad. Todo el mundo interpretó que significaba que el tenista se dopaba, pero también se podía hacer otra lectura: Nadal tiene tanta energía que incluso su pis sirve como combustible.
¿Ingenuo? Tal vez, pero a mí no me la pegan con esta pérdida de tiempo, que es convertir una chorrada en noticia de la semana.
Tengo que reconocer, no obstante, que los siguientes sketches me parecen de dudoso gusto, pero igualmente, nadie nos obliga a verlos. De hecho, se emiten para la televisión francesa. Nosotros lo vemos porque lo buscamos por Internet o nos lo muestran los medios de comunicación españoles. Sólo les pertañe a los personajes públicos implicados, sobre todo Nadal tras ese penoso gag de la jeringuilla, decidir si merece la pena querellarse contra los humoristas. Nunca puede tomarse como una razón de Estado y mucho menos como una declaración de guerra por parte de los franceses.
Muchas veces la única escapatoria que tienen los seres humanos para lanzar un grito de auxilio es el sentido del humor. Para muchos sabios, además, es el gran elemento diferenciador entre los animales y las personas. Declarar la guerra al humor es un suicidio. ¿Criticar programas de humor? Por supuesto. Pero, ojo, porque si no soportamos ninguna broma, quizá se deba a dos factores:
a) Han dado en la diana.
b) Estamos rotos por dentro.
Me temo que es la segunda opción.
Última hora: La vicepresidenta del Gobierno, Saénz de Santamaría, escenifica el conflicto democrático con Francia en rueda de prensa. ¡Increíble!
Comentarios
Igual tú lo ves normal, pues respeto tu opinión, pero no la comparto.
De todas maneras, mi artículo quería ir más allá.
¿Puede que, por ser de izquierdas, sea eternamente sospechoso de odiar a los gobiernos de derechas?
Pues reclamo mi derecho a la inocencia.