Hace más frío bajo las tres capas de ropa de David que en la calle. A pesar de los cinco grados que marca el termómetro del luminoso de la farmacia, la brisa húmeda cala hasta los huesos y David considera que esos trastos no son de fiar.
A David le preocupa que no le compense caminar hasta la oficina donde unos señores aburridos le informarán sobre los papeles que debe traer otro día para cobrar el paro. Gastar un billete de metro para una sola parada normalmente le resultaría un despilfarro inútil, pero le cuesta caminar con el viento helado en contra. "Y aunque soplara a favor", piensa.
Mientras reflexiona sobre el viento, "¿dónde nace el viento?", va acortando la distancia, unas siete manzanas, que en Barcelona equivale a quince minutos de paso rápido. Enseguida se menosprecia por malgastar las neuronas en preguntas de anuncios de compresas. ¿Y si no diese para más?
Al cabo de dos calles ya no merece la pena retroceder para tomar el metro y continúa con los músculos de la cara agarrotados y entrecerrando los ojos para que la tierra arrastrada por el viento no se le meta en los ojos.
La ciudad resalta el tono gris de sus fachadas, con los imponentes edificios del centro de Barcelona como decorados de cartón piedra que nada pueden hacer contra la ventisca helada. Los plataneros mutilados y estériles se muestran impasibles bajo un cielo de plomo. "Son las manos podridas de un muerto viviente mitad vegetal mitad hormigón, piensa David.
En voz baja David se lamenta por no tener dinero cuando ve a una señora metida dentro de un abrigo con capucha de esquimal del que brota pelo por todas partes. Otro señor se cruza con él. Lleva un abrigo larguísimo, que le da mucho lustre. David piensa que, sin su indumentaria y los guantes y la bufanda a juego, inspiraría incluso lástima. Sin embargo, a empellones contra el enemigo invisible, David avanza sintiendo lástima de sí mismo.
Mientras se va acercando a la oficina del INEM, oye el martilleo constante de los coches que inundan la calle Aragón, los mira de reojo y se admira de encontrar tantos modelos de todoterreno en una ciudad que mengua para las personas y, sobre todo, para los coches.
Trata de resguardarse del ruido y del viento. Por eso se traslada unos metros a la izquierda y anda en paralelo a la acera. Hay algunas tiendas caras y gente elegante que parece comprar de todo: ropa, objetos decorativos, sofás de cuero blanco incluso. A él le parecen horribles aunque reconoce que no le iría mal un sofá tan confortable. Luego, mientras camina, observa que hay mucha gente que parece no tener prisas. Gente a la que tampoco le afecta el frío ni el viento. Se fija en una de las parejas: él con una simple americana. Pero la chaqueta de simple no tiene nada, cree David, porque la chica que lo acompaña es guapísima. Además, ella tampoco lleva abrigo: apenas una rebeca de punto que resalta las curvas en una figura de vidrio.
La chica guapa lo mira a los ojos con interés, o al menos así lo interpreta David a pesar de que se siente ojeroso y fuera de forma. Su acompañante, perfectamente afeitado, se da cuenta y David prefiere mirar hacia otra parte y se encuentra con un escaparate en el que cuatro o cinco globos de colores rodean un bolso que cuesta más de quinientos euros.
David suspira, mira al otro lado de la amplia avenida, aún infestada de coches, y localiza al guardia de seguridad de la oficina del paro. Está fumando fuera y no muestra señales de pasar frío. Aquella imagen sólo logra bajar la temperatura alrededor de su cuerpo. "Quizá todo esté en la mente", piensa David.
Sin embargo, al cruzar la calle por el paso de peatones descubre una gran cantidad de plaquitas de sal. Alguien más debía de pensar que el frío era excesivo. De pronto, no puede ver el color del hombrecito del semáforo. Las tiras blancas que cuelgan del aire lo aíslan de todo. Por un momento piensa en quedarse allí, bajo la nieve. No le importa que los coches de alta gama arranquen y se lo lleven por delante. Nunca ha visto nevar y a él, que viene del Sur, le parece lo más bonito que ha pasado por su vida en muchas semanas. Justo cuando el semáforo de los peatones se pone en rojo, David siente cómo una mano lo agarra del cuello y lo empuja hasta el cabo de la calle, al resguardo del tráfico, bajo la pureza en forma de copos.
David se revuelve asustado y descubre a un chico muy alto, muy elegante, que le recrimina que no tenga cuidado al cruzar. El tipo se va sin más. Desconcertado, David mira hacia la puerta del INEM y, a pesar de la nieve, está seguro de que el guardia de seguridad ha exhalado una nube de vapor frío y que, además, se ha estremecido. El guardia ya no está. La puerta todavía se tambalea.
Sin más, David decide concentrarse en las respuestas que tendrá que dar, precisas y concretas, cuando le vayan pasando de mesa a mesa del INEM. Adentro hay mucha gente, algunos van muy bien vestidos, otros no tienen mejor pinta que él. Hace demasiado calor. Un calor asfixiante. Por eso decide salir a la calle y volver otro día que no nieve, otro día mediterráneamente vulgar, con el sol por todo lo alto y la brisa zalamera.
Nota: este cuento ha sido escrito expresamente para celebrar las 25.000 visitas. Por eso os lo dedico a vosotros.
A David le preocupa que no le compense caminar hasta la oficina donde unos señores aburridos le informarán sobre los papeles que debe traer otro día para cobrar el paro. Gastar un billete de metro para una sola parada normalmente le resultaría un despilfarro inútil, pero le cuesta caminar con el viento helado en contra. "Y aunque soplara a favor", piensa.
Mientras reflexiona sobre el viento, "¿dónde nace el viento?", va acortando la distancia, unas siete manzanas, que en Barcelona equivale a quince minutos de paso rápido. Enseguida se menosprecia por malgastar las neuronas en preguntas de anuncios de compresas. ¿Y si no diese para más?
Al cabo de dos calles ya no merece la pena retroceder para tomar el metro y continúa con los músculos de la cara agarrotados y entrecerrando los ojos para que la tierra arrastrada por el viento no se le meta en los ojos.
La ciudad resalta el tono gris de sus fachadas, con los imponentes edificios del centro de Barcelona como decorados de cartón piedra que nada pueden hacer contra la ventisca helada. Los plataneros mutilados y estériles se muestran impasibles bajo un cielo de plomo. "Son las manos podridas de un muerto viviente mitad vegetal mitad hormigón, piensa David.
En voz baja David se lamenta por no tener dinero cuando ve a una señora metida dentro de un abrigo con capucha de esquimal del que brota pelo por todas partes. Otro señor se cruza con él. Lleva un abrigo larguísimo, que le da mucho lustre. David piensa que, sin su indumentaria y los guantes y la bufanda a juego, inspiraría incluso lástima. Sin embargo, a empellones contra el enemigo invisible, David avanza sintiendo lástima de sí mismo.
Mientras se va acercando a la oficina del INEM, oye el martilleo constante de los coches que inundan la calle Aragón, los mira de reojo y se admira de encontrar tantos modelos de todoterreno en una ciudad que mengua para las personas y, sobre todo, para los coches.
Trata de resguardarse del ruido y del viento. Por eso se traslada unos metros a la izquierda y anda en paralelo a la acera. Hay algunas tiendas caras y gente elegante que parece comprar de todo: ropa, objetos decorativos, sofás de cuero blanco incluso. A él le parecen horribles aunque reconoce que no le iría mal un sofá tan confortable. Luego, mientras camina, observa que hay mucha gente que parece no tener prisas. Gente a la que tampoco le afecta el frío ni el viento. Se fija en una de las parejas: él con una simple americana. Pero la chaqueta de simple no tiene nada, cree David, porque la chica que lo acompaña es guapísima. Además, ella tampoco lleva abrigo: apenas una rebeca de punto que resalta las curvas en una figura de vidrio.
La chica guapa lo mira a los ojos con interés, o al menos así lo interpreta David a pesar de que se siente ojeroso y fuera de forma. Su acompañante, perfectamente afeitado, se da cuenta y David prefiere mirar hacia otra parte y se encuentra con un escaparate en el que cuatro o cinco globos de colores rodean un bolso que cuesta más de quinientos euros.
David suspira, mira al otro lado de la amplia avenida, aún infestada de coches, y localiza al guardia de seguridad de la oficina del paro. Está fumando fuera y no muestra señales de pasar frío. Aquella imagen sólo logra bajar la temperatura alrededor de su cuerpo. "Quizá todo esté en la mente", piensa David.
Sin embargo, al cruzar la calle por el paso de peatones descubre una gran cantidad de plaquitas de sal. Alguien más debía de pensar que el frío era excesivo. De pronto, no puede ver el color del hombrecito del semáforo. Las tiras blancas que cuelgan del aire lo aíslan de todo. Por un momento piensa en quedarse allí, bajo la nieve. No le importa que los coches de alta gama arranquen y se lo lleven por delante. Nunca ha visto nevar y a él, que viene del Sur, le parece lo más bonito que ha pasado por su vida en muchas semanas. Justo cuando el semáforo de los peatones se pone en rojo, David siente cómo una mano lo agarra del cuello y lo empuja hasta el cabo de la calle, al resguardo del tráfico, bajo la pureza en forma de copos.
David se revuelve asustado y descubre a un chico muy alto, muy elegante, que le recrimina que no tenga cuidado al cruzar. El tipo se va sin más. Desconcertado, David mira hacia la puerta del INEM y, a pesar de la nieve, está seguro de que el guardia de seguridad ha exhalado una nube de vapor frío y que, además, se ha estremecido. El guardia ya no está. La puerta todavía se tambalea.
Sin más, David decide concentrarse en las respuestas que tendrá que dar, precisas y concretas, cuando le vayan pasando de mesa a mesa del INEM. Adentro hay mucha gente, algunos van muy bien vestidos, otros no tienen mejor pinta que él. Hace demasiado calor. Un calor asfixiante. Por eso decide salir a la calle y volver otro día que no nieve, otro día mediterráneamente vulgar, con el sol por todo lo alto y la brisa zalamera.
Nota: este cuento ha sido escrito expresamente para celebrar las 25.000 visitas. Por eso os lo dedico a vosotros.
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