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El hombre de ninguna parte

Las aceituneras (1957), Rafael Zabaleta.
De vez en cuando me da por confesarme. Mirad, y hablo así porque sé que sobre todo me leen los amigos, a mí no hay manera de encuadrarme. ¿Sacando pecho? De ninguna manera. Esta tendencia a escapar de cualquier clasificación me viene de fábrica, no es una pretensión, pues no es voluntaria. Y la verdad, en el pasado me ha traído más preocupaciones que motivos de orgullo. Aun así, podría sentirme orgulloso porque reivindicarse como un tipo más raro que los demás cotiza al alza. No es mi caso.




Me he movido siempre entre dos mundos, el del “quiero ser” y el del “no quiero dejar de ser”. Sintetizo, quizá demasiado: desde siempre me han movido intereses intelectuales, pero en mi casa me enseñaron a no despegar los pies del suelo, es decir, a no alardear. Además, en mi barrio, en mi casa, en los lugares que frecuentaba, la palabra cultura sonaba a cuadro negro sobre fondo negro valorado en un millón de dólares.



Algo de cultura oficial he ido acumulando con los años, pero no creo que nadie pueda tacharme de soberbio. Sin embargo, entre algunos intelectuales de vuelos bajos he pasado por poco más que un cazurro porque cuando hablo tengo la ¡odiosa manía! de utilizar un registro coloquial. Me da igual con quién hable: una charla es una charla y no un diálogo literario. Para colmo, suelo decir lo que pienso.

Lo curioso es que también me ha pasado lo contrario en otros ambientes: la gente sin ninguna pretensión de iluminar el poco o mucho juicio de los demás me ha echado en cara que siempre hable de libros o de películas extrañas en lugar de ocuparme de lo cotidiano. Como si les estuviera transmitiendo un deseo de marcar con letras de fuego: “yo me nutro del aire de la cultura, vosotros no”.


Con el tiempo he conseguido que ni una actitud ni la otra me preocupen: he visto adelantarme por la derecha y con una rueda pinchada a gente que aparenta saber más de lo que sabe, que se expresa regular y que ha sabido jugar sus cartas en el mundillo intelectualoide. Ojo, que tampoco me considero mejor que ellos, pero no miento si digo que creo que han tenido más suerte. O no. Esto es discutible, porque no sé si me gustaría moverme en las altas esferas culturales sin olvidar que cuanto más alto sube un patán, más se notan sus carencias. Y mi parte terriblemente mezquina y malvada se divierte mucho con los medradores porque en la mayoría de los casos he observado que pueden aprender mejor su oficio, pero si no tenían talento antes, no lo tendrán después.



He sufrido (fuerzo la antítesis) una epifanía: de repente me preocupa un bledo/mierda, registro culto/vulgar, si se me valora por lo que sé o sólo por lo que parezco. Y me he quitado un peso de encima. Sé que nunca escribiré en Cahiers du cinema ni en Quimera (revistas que te dan el pasaporte al patronazgo cultural del cine y de la literatura respectivamente), ni siquiera creo que a estas alturas me llamen de un diario local para escribir una columnita mal pagada. Da igual. Para conseguirlo tendría que forzar la forja (la cacofonía también está forzada) de un personaje intelectualizado que implica una serie de tics que me repatean el hígado. Y lo primero es la salud.



Hasta hace poco me desvivía por escuchar el grupo de música del que hablaba el típico listo que siempre va cuatro tendencias musicales por delante. No cejaba hasta escuchar discos, que en la mayoría de los casos eran un refrito aburrido de otros muchos estilos musicales, cuando no eran copias descaradas. Un ejemplo: grupo que está en la cumbre de los críticos, Artic Monkeys. Pues me parece una nadería. Artista nacional que siempre se lleva los aplausos de los intelectuales: el señor Chinarro. No digo que no sea interesante, pero para mí un disco no es un ensayo. La música tiene que tocarme el nervio, el sentimiento, si no lo consigue prefiero ver una ópera, que tampoco me deleita, pero al menos tengo la sensación de estar aprendiendo y, por momentos (cortos, esporádicos, no me duele en prendas decirlo) disfrutando.



Lo mismo con las películas. Tuve una época en la que lo veía todo. En realidad, todo lo que me decían los libros de los supuestos expertos y de las grandes revistas del gremio. Luego, empecé a leer ensayos sobre cine y acabé por ver más letras que fotogramas, con lo que me convertí en una especie de cinéfilo que detesto, el que prejuzga porque cree que ya lo ha leído todo sobre un estilo, un género, un autor, etc. Llegó un momento en que, de repente, me rebelé y pensé: “a La dolce vita y a Los siete samurais les sobra una hora por lo menos” y no me sentí culpable. Incluso fui más lejos: la obra de Ingmar Bergman tiene mucho mérito, pero sólo dirigió una película, que yo sepa, que no induzca al suicidio. De repente, me llegó el rumor de que debía ver la filmografía completa de Béla Tarr y a los pocos minutos de meter una de sus películas en el DVD me harté y la quité. No lo he vuelto a intentar. Lo mismo me pasó con una película de Fassbinder en la Filmoteca: no me fui de la sala porque llovía en la calle.

Tampoco es que me haya pasado al lado de los autoconsiderados freaks o friquis. El año pasado descubrí un truco para saciar mis ansias de cine fantástico en el Festival de Sitges sin sentirme estafado. Ya que llevo años fuera de los circuitos editoriales no se me ocurrió ninguna excusa plausible para arrodillarme pidiendo a algún enchufado que me hiciera un empalme para acreditarme y ver gratis las pelis. Sólo lo hice una vez (en otro festival) y me sentí tan culpable que dediqué una reseña a casi todos los grupos de música que vi actuar, aunque nadie me lo pidió. El caso es que me gusta el cine fantástico, pero en ese tipo de festivales te cobran un dineral por un torrente de films de dudoso gusto, films en su mayoría que sólo se ven en festivales porque nadie más los quiere ver. La solución fue tan sencilla como económica: pagué una maratón el último día (cuando ya no quedaban estrellas ni críticos acreditados) y vi cuatro de las películas mejor valoradas por el precio de una entrada normal (y dos euros más, creo).


Más o menos, me ocurre lo mismo con la música. En la actualidad me importa un rábano cualquiera de las dos reacciones típicas ante mis elogios a uno de mis grupos favoritos, Belle and Sebastian. Los listillos suelen decirme que ya está pasado, que si he escuchado a tal grupo (me lo dicen rápido para que no pueda quedarme con el nombre), que es la bomba. Del otro bando, la gente que se conforma con escuchar Kiss FM o los 40, que nunca han oído hablar de Belle and Sebastian, y se sienten indefensos aunque en el fondo les gustaría decir que les encanta Cold Play y El canto del loco. ¿Y por qué no lo dicen? Es más, ¿por qué no lo defienden con vehemencia?



A mí no me suman ni me restan cualquiera de las dos actitudes. Ni me siento inferior al enterado de turno ni me creo por encima del que pasa de la música que no se escucha en las radios comerciales. Los dos tienen dos problemas que yo me he propuesto no tener (dos problemas que quizá sólo existan en mi cabeza, todo hay que decirlo).



En mi opinión, si sólo escuchabas a Björk en los noventa y ahora no la puedes tragar, perdiste el tiempo, porque Björk hace música exigente y el tiempo que le dedicaste, ya que ahora no te gusta (a mí tampoco me encandila) es tiempo perdido, porque no me imagino a nadie bailando una canción de Björk mientras se doran las tostadas. Por el otro costado, si viene una persona y me dice que le encanta la música de Andy y Lucas y resulta que no ha escuchado flamenco en su vida, ni sabe nada sobre el mejor grupo que fusionó el flamenco con el rock progresivo, Triana, y ni siquiera conoce El último de la fila, pues peor para él o ella. A mí qué más me da. Normalmente este tipo de personas se escuda como una caracola.



Continuamente, me encuentro con gente que me aconseja, desde que escribo en el blog, de dónde debo sacar la información. Y yo reviso sus fuentes casi siempre, aunque la mayoría de las veces me remitan a sitios instalados en la paranoia y en el sensacionalismo. Se les llama medios independientes o alternativos y me parecen divertidos porque suelen publicar lo que les da la gana. A menudo los leo, pero en lugar de remitirme a ellos para escribir mi propio artículo, pienso, ¿y por qué no construir sobre la base de lo poco que se sabe, aunque sea aburrido y forme parte del establishmet? Es lo que hay y sé que me seguirán acusando de fijarme sólo en los diarios, llamémosle así, respetables. Como si no supiera que me están vendiendo la moto todo el tiempo. Pero El país y El mundo (diario que apenas leo, pero al que acudo para tener una visión desde la derecha templada) son los mejores periódicos editados en España. Y no se puede hacer nada más que lamentarse.



La verdad es que me estoy haciendo viejo (o adulto, para ser justos), pero me siento cada vez más libre intelectualmente. Ir por libre me secuestrará el sueño de escribir en un medio influyente y quizá sea bueno para mí y para mi entorno.



Por cierto, el otro día pagué dos euros por acudir a la presentación del último libro de Paul Auster en Barcelona y pagar me pareció una gilipollez, pero lo hice a gusto. La entrevista fue de chichinabo. El periodista parecía no haberse leído el libro, porque, a pesar de ser autobiográfico y con bastantes síntomas de no faltar a la verdad, no le hincó el diente a ninguna de las vivencias personales del autor. Es más, fue el propio Auster el que se atrevió a contar algunas historietas poco edificantes saltándose a la torera las preguntas amables.



En el show de Paul Auster me lo pasé bien, a pesar de haber entrado como un borrego en un redil de fans canosos. A pesar también de que en una presentación de un libro, dos semanas antes, se le aplicara la etiqueta de escritor de bestsellers. Me pareció injusto, aunque detesto la idolatría, y protesté sólo un poco.



Estoy pensando ahora que este artículo excede con creces lo que normalmente ocupa un post de un blog. También intuyo que está escrito sin demasiado orden. En realidad, no creo que nadie lo lea entero. ¿Y qué? A lo mejor ni tan sólo se entiende, porque no he disfrazado mis contradicciones.

Comentarios

Majo ha dicho que…
Los lunes desde aquí se lee todo entero y con detenimiento ^^.
Vuelvo a leer que te sigue preocupando lo mismo que hace unas semanas pese a afirmar que cada vez eres más libre. La pura contradicción entre líneas.
¿De verdad tiene tanto peso en tu cabeza la impresión que causes? Durante un tiempo, mi frase namberguán fue de un religioso, fíjate tú: "ni eres peor porque te vituperen, ni mejor porque te alaben. Lo que eres, eres". ¿Quién sabe si cuando por fin te sueltes (no como propósito escrito, sino como actitud), te llamen desde el trabajo de tu vida en la publicación de tu vida y terminen todas las frustraciones de tu vida?
De todos modos alguien dijo que los primeros cuarenta años solamente ensayábamos, y estamos ahí ahí no?
Un saludo, y mis disculpas si me he equivocado en lo que he captado...
David Navarro ha dicho que…
La verdad es que me has sabido leer muy bien. El único matiz que incluiría, y que es importante, es que hablo de preocupaciones del pasado, no del presente. Por eso digo que disfruto de más libertad. Quizá inconscientemente gran parte de la inseguridad actúe por su cuenta y riesgo y por eso hayas captado que la preocupación sigue viva.
O igual me he expresado mal como ocurre cuando quiero lanzar varias ideas en un mismo mensaje.
No tienes que disculparte: en este caso la duda enriquece, no ofende.
Y sí, somos lo que somos. ¡Lo que cuesta es encontrar un buen espejo en el que mirarse sin los accesorios!
Salut!

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