Jóvenes paseando por el Raval. |
Por causas que no explicaré, Cris termina en el Raval de Barcelona buscando a varios personajes que han sido o serán clave en su vida. La diferencia con respecto a la primera parte es que la acción transcurre en una sola noche y tenemos a un protagonista perturbado por el exceso de alcohol y drogas.
He seleccionado, sin demasiados arreglos, dos fragmentos de una y otra parte. Espero que os guste y que tengáis una idea de lo que llevo entre manos. Cualquier sugerencia, podéis hacerla en público o en privado.
Primera parte
Reemprendí la subida hasta el rellano del primero (el falso tercero) y me quedé plantado delante de la puerta imaginando qué ocurriría en unos minutos. De repente, estaría sentado al ordenador y aparecería la directora de la revista, que como de costumbre, sería la última en llegar, y me preguntaría: “¿cómo vamos de publicidad?”. Entonces dudaría entre decirle, “igual que ayer por la tarde” o la mandaría a la mierda. Hasta siete veces me lo estuvo preguntando el último día antes de que la barriga se me descompusiera y me pasara el resto de la tarde en el aseo. Publicidad, quiere más publicidad. Sabe que si no consigue pasta, su jefa, mi jefa, la tirará al contenedor junto a su querida revista de mujeres acomplejadas. Vale todo: la presión, la amenaza e incluso retrasarnos el pago de la nómina. En cambio, a la jefa no se le ocurre pensar que una revista como Adelgaza ya no tiene futuro alguno. Lo único que le sobran son competidoras. Ocho en total. Para colmo, todas son más baratas y cada mes regalan alguna chuminada. Incluso Silvia las compra por el regalito.
La puerta no se iba a abrir sola por más que intentara adivinar el futuro. Piensa en presente, me dijo Silvia el domingo pasado, cuando le confesé que no era feliz. En realidad fue ella quien interpretó que yo no era feliz. Lo único que le dije es que desde hacía un tiempo no dejaba de hacerme preguntas. El presente, me insistió, y me habló de mi enorme cantidad de tiempo libre, de las cosas que podíamos permitirnos (y antes no), de un futuro viaje a Estocolmo (a ver a una prima suya que por las fotos no me caía bien). Luego se largó a hacer no sé qué al instituto. Me dejo, de todas formas, con toda la tarde del domingo por delante y su concepto del presente. ¿Y qué tenía que hacer tan urgente un festivo en el instituto? Futuro no, presente, me dije. Al final llegué a la conclusión, tras una siesta para no pensar, de que para Silvia el presente era la parte idealizada de un puñado de horas a la semana. De ese presente del que ella habla, apenas puedo controlar una o dos horas al día. Los planes de los que ella presume son futuros y condicionales. En definitiva, me convencí de que el presente no existe. Y así sigo.
De vuelta a la realidad, me obligué a ponerle buena cara al temporal antes de tocar el timbre y mientras la recepcionista se pensaba si abrirme o no, pensé en la relatividad del tiempo,
Segunda parte (sangría incluida, que no puedo eliminar aquí en el blog)
Iba como un prisionero drogado por un campamento militar, siguiendo a mi jefe, sin pensar demasiado en lo que me esperaba, hasta que vi las luces del bar en la esquina. Entonces, el corazón empezó a latirme a doscientos por hora. El tipo se detuvo y se me encaró.
-Antes de entrar, tómatelo -me metió una pastilla entre los dientes. Intenté cerrar los labios protestando con bramidos de toro capado hasta que consiguió que me la tragara de golpe.
-¿Qué es esto?
-Un ácido.. Va padre para perder el miedo. Cuesta 60 euros una sola pastilla. Pero invita la casa. Espera un poco a que te haga efecto. Mientras voy a ver que están allí.
El mexicano se fue a rodear la esquina y enseguida me empecé a sentir extraño, con la cabeza descolocada del todo. Cerré los ojos al no poder centrar la vista. Al abrirlos, noté que los colores de la calle y de la gente resultaban más vivos. Era como si tuviera una de esas gafas de visión nocturna, pero a todo color. Me sentía como Van Damme o Steven Siegal en sus películas. Como si pudiera con todos los enemigos que me acechaban. El tipo volvió al rato, me miró los ojos de cerca, me dio un par de palmadas en las mejillas y me dijo:
-Ya estás listo. Han bajado la persiana casi hasta abajo. Yo te la subo, entras, les apuntas y les pides la pasta. La están contando en la barra los muy idiotas.
-¿Tengo que disparar?
-¿Qué quieres, que sepan nada más entrar que llevas una pipa de fogueo?
-Bueno, tengo la navaja.
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