La furia y el hastío se anulan, no necesariamente al fundirse, en el retiro que uno trata de eludir, pero que está ahí, necesario como el abrazo de una madre.
Cuando la soledad es una cárcel, aflora la ortiga del rencor o suena la dulce música de la melancolía.
Si la soledad es voluntaria, los sentimientos se difuminan como granos de arena en el desierto.
A veces, sin embargo, uno siente miedo de la irremisible vuelta al ruido de las metas lejanas, los trabajos pecuniarios, las relaciones sociales, y todo eso que te engulle mientras crees que estás viviendo. Entonces pruebas a ahogar un grito de silencio en los poco transitados caminos del destierro. Sólo para demostrarte que sigues siendo capaz de correr.
Es como tratar de mirarse en el reflejo de un río turbio. No sale la verdad a relucir, pero uno se siente tranquilo al ver que su presencia todavía deja un resquicio en el mundo.
Cuando emites el grito entre el silencio descubres que, vayas donde vayas, siempre hay ruido. No existe el silencio tal y como lo imaginaste.
Inevitablemente hay gente alrededor, hay mosquitos y hay estrellas. Puedes mirar hacia otro lado, pero la noche es más clara cuando la luna brilla y con eso debería bastarte para saber que está ahí.
Siempre, aunque creas que no, esos gritos ahogados se reflejan en el mundo sensible. Es entonces cuando descubres que eres tú, y que de ti no puedes escapar por más lejos que logres huir.
Comentarios