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Ficcionados

Cada vez más estoy convencido de que las personas que vivimos al otro lado de las pantallas digitales estamos ficcionados.

De pronto, el parado de la esquina se convierte en superestrella de la televisión porque tiene, como le ha ocurrido siempre, los ojos de un azul muy intenso. Al mismo tiempo, el gafitas que iba con nosotros al colegio triunfa en Internet porque cuenta los mismos chistes de siempre en vídeos muy bien editados. Resulta también que el tipo del primero, el que no sabemos a qué se dedica, conduce el mismo coche que el protagonista de una serie de televisión.

No sólo eso: nuestro cuñado ha ganado cuatro triathlons, con lo que ya mejora los récords de Silvester Stallone y algunos atletas olímpicos; la chica de la panadería se va a escalar al Himalaya este verano; ella y su novio han estado, además, en la isla que aparece en no sé qué película de James Bond.

El otro día, y aquí me pongo serio porque es verídico, me enteré de que el chaval que no acaba de estar bien y su novia, que tampoco anda muy allá, se van a Tailandia y Vietnam. Seguramente no han estado nunca en París ni en Londres, pero, ¿qué héroe de ficción nos aburriría hoy en día con el Big Ben o la Torre Eiffel?

Recuerdo hace una docena de años las imágenes lejanas de unos argentinos intentando comerse una vaca viva. Desde luego, no podía ser más que otra ficción. Como eso de que no pudieran sacar el dinero del banco.

Esta mañana en el bar, como si se tratara de una serie de televisión, los parroquianos barajábamos la posibilidad de que Grecia se quedara en Europa, se volviera al dracma, o se fuera a tomar por saco. Y todo esto lo hablábamos con interés, casi con pasión, pero con la seguridad de que es algo que sucede lejos, imposible en nuestra realidad. Quién sabe si es ficción también.

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