Andaba yo trasnochando delante del televisor. Ella durmiéndose, yo desvelándome tras la puerta enorme a medio cerrar.
De repente, la imagen de la tele empezó a contraerse y ampliarse repetidas veces. La bombilla del techo bajó de intensidad y también inició un baile intermitente, más tirando a apagarse que a encenderse.
Asustado, desconecté todo lo desconectable excepto el router, que tiene el cable enroscado en alguna parte y resulta complicado de encontrar en la oscuridad.
Suena el timbre del portero automático: las doce y media de la madrugada. Que bajemos, que nos tienen que explicar algo.
Ella quiere salir con el pijama, yo me cambio unos pantalones afelpados por los vaqueros y le digo que se quede, pero al final bajamos los dos.
A mitad del descenso por la escalera, nos encontramos con una pareja que sube: que los bomberos han tenido que desconectar la luz porque los contadores estaban muy calientes. Algunos pisos están afectados. Otros no.
Media vuelta y subimos. Pequeña charla en el rellano: una de las vecinas ha salido asustada. Otra chica le explica qué ocurre y le ofrece su ayuda si la necesita, porque está embarazada.
Buenas noches, buenas noches.
Ella se acuesta tan feliz. Yo estoy cabreado. Era mi hora tonta, la de ponerme una de las películas que tengo a medias o seguir algún debate televisivo. Sorpresa: el router sigue encendido, y el portátil está cargado. Sumo dos y dos, y me conecto a Internet.
Me llevo el portátil a la cama: a la una empiezan dos o tres partidos de la NBA al mismo tiempo, tengo no sé cuántos juegos sin probar siquiera, por no hablar de los capítulos de series nuevas que aún no he visto.
Y, sin embargo, me apetece escribir esto. A fin de cuentas, podría pasar una madrugada feliz, colmado de placeres audiovisuales. El hecho de renunciar a ello sólo se debe a un motivo: lo tengo demasiado fácil. Dos clics y a dejar el cerebro en suspenso.
Quizá sea una metáfora de algo, pero no dejo de preguntarme por qué no aprovecho para relajarme viendo online lo que me apetezca.
Si me limitase a dormir, entonces sería un tipo normal y ni siquiera habría abierto este espacio que pronto tendrá cerca de quinientos textos. Todos innecesarios.
¿Qué busco detrás de estos posts que jamás me dejan satisfecho? ¿Por qué hago las cosas que hago aunque crea que debería hacer algo distinto? Preguntas, que en forma de susurros, sobrevuelan la noche más callada del mundo y desaparecen tras el primer bostezo.
De repente, la imagen de la tele empezó a contraerse y ampliarse repetidas veces. La bombilla del techo bajó de intensidad y también inició un baile intermitente, más tirando a apagarse que a encenderse.
Asustado, desconecté todo lo desconectable excepto el router, que tiene el cable enroscado en alguna parte y resulta complicado de encontrar en la oscuridad.
Suena el timbre del portero automático: las doce y media de la madrugada. Que bajemos, que nos tienen que explicar algo.
Ella quiere salir con el pijama, yo me cambio unos pantalones afelpados por los vaqueros y le digo que se quede, pero al final bajamos los dos.
A mitad del descenso por la escalera, nos encontramos con una pareja que sube: que los bomberos han tenido que desconectar la luz porque los contadores estaban muy calientes. Algunos pisos están afectados. Otros no.
Media vuelta y subimos. Pequeña charla en el rellano: una de las vecinas ha salido asustada. Otra chica le explica qué ocurre y le ofrece su ayuda si la necesita, porque está embarazada.
Buenas noches, buenas noches.
Ella se acuesta tan feliz. Yo estoy cabreado. Era mi hora tonta, la de ponerme una de las películas que tengo a medias o seguir algún debate televisivo. Sorpresa: el router sigue encendido, y el portátil está cargado. Sumo dos y dos, y me conecto a Internet.
Me llevo el portátil a la cama: a la una empiezan dos o tres partidos de la NBA al mismo tiempo, tengo no sé cuántos juegos sin probar siquiera, por no hablar de los capítulos de series nuevas que aún no he visto.
Y, sin embargo, me apetece escribir esto. A fin de cuentas, podría pasar una madrugada feliz, colmado de placeres audiovisuales. El hecho de renunciar a ello sólo se debe a un motivo: lo tengo demasiado fácil. Dos clics y a dejar el cerebro en suspenso.
Quizá sea una metáfora de algo, pero no dejo de preguntarme por qué no aprovecho para relajarme viendo online lo que me apetezca.
Si me limitase a dormir, entonces sería un tipo normal y ni siquiera habría abierto este espacio que pronto tendrá cerca de quinientos textos. Todos innecesarios.
¿Qué busco detrás de estos posts que jamás me dejan satisfecho? ¿Por qué hago las cosas que hago aunque crea que debería hacer algo distinto? Preguntas, que en forma de susurros, sobrevuelan la noche más callada del mundo y desaparecen tras el primer bostezo.
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