Cuesta mucho explicar cómo puede ser que me defina como una
buena persona cuando soy consciente de lo que no soy en absoluto.
Sin duda, la sociedad actual tiene una respuesta rápida mediante
el método freudiano para vagos (huyamos de ese tipo de descubrimientos o
claves, que no proceden de un estudio previo sino que están ahí: tatuados en el
cerebelo) y me podrá llamar, indistintamente, ególatra, egoísta, pagado de mí
mismo, etc.
Yo creo que no hay nada más alejado del fondo de la
cuestión. Soy un tipo impresionable, mucho, y los reveses de la vida, los que
parecen sufrir todas las personas y los excepcionalmente graves (que al final
también son de dominio público y general, pero se distinguen de los otros por
su peculiaridad: es decir, que cada cual tiene su encuentro con la muerte
particular, pero siempre distinto), atraviesan varias capas de mi memoria, al
contrario que los hechos benignos y plácidos que parecen disolverse –no digo
que desaparezcan– en una atmósfera con un sabor, un olor o un tacto agradable.
En realidad, las experiencias positivas se vaporizan por el éter de mis
recuerdos y adquieren poca fuerza: más bien, son una sensación, consistente,
perseverante, pero gaseosa. Sin embargo, las negativas me generan angustia y, a
lo sumo, cuando lo supero, levantan barricadas que me obligan a seguir por
caminos imprevistos (y así es como muchas veces aprendo de los errores, a la
fuerza).
Por eso guardo en mi memoria un registro pormenorizado de
personas que desafían mi endeble construcción ética (endeble a mi pesar, porque
la tengo en eterna construcción).
Son seres crueles en su mayoría, despiadados a veces,
cínicos casi siempre, incapaces de pedir perdón, salvajemente adiestrados para
salirse con la suya, vacunados para no perdonar los errores de los demás,
inasequibles al dolor que causan, poseedores de la verdad absoluta, partidistas
con orgullo de matar por los suyos antes de considerar que los suyos son casi
tan salvajes como ellos mismos.
Las mentes poco evolucionadas, como la mía (sospecho),
funcionan por asociaciones y por más defectos que me encuentre, eso de ejecutar
a alguien como mera demostración de fuerza sólo lo considero en la ficción. Ni
siquiera me parece ético recurrir al escarnio si, dentro de mis códigos, yo
estoy obrando bien y el otro, no.
Con esto no quiero decir que los deseos de venganza me sean
ajenos. Lo que nunca permito es que se superpongan a los valores de la
justicia. Cuando soy malo, por tanto, es por defecto ineludible, por flaqueza
innata, por equivocación grave. Y al igual que la grandeza del ser humano no
está en su tamaño sino en su capacidad para levantarse del guantazo que se
acaba dando, a menudo doy marcha atrás cuando soy plenamente consciente de que
estoy causando daño.
Así, a pesar de que últimamente he conocido a personas sin
aparente maldad que tratan de construir un mundo a su alrededor objetivamente
mejor, una empresa que no me puedo atribuir, no puedo evitar considerarme más
bueno que malo. Mejor que peor persona. Más confiable que sospechosa.
Y cuando me angustio, me aterrorizo, y se me presentan las
sospechas, las envidias y los deseos de que a más de uno se le cosa la boca
mientras duerme o se quede castrado de repente, y aun peores maleficios que,
por ahora, ¡y doy gracias a Dios!, no han prosperado, intento distraerme hasta
que me calmo o me calmo para distraerme. Depende.
Tal vez a alguien más le ocurra. Estoy convencido de que ni
siquiera (sobre todo) en mis rarezas soy el único.
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