En este artículo "Before: ahora". "After: antes". |
A pesar de que en mis mejores tiempos, aquellos en los que mi
cuerpo joven apuntaba buenas hechuras y la mente todavía no se había metido en
demasiados laberintos, era un chico que no ligaba demasiado, algo de éxito
tuve.
Contrario a mis principios de modestia falsa o verdadera, si
tengo que ser sincero, para lo que me esforcé en conquistar a las mujeres que
me gustaban, fui todo un campeón, porque disfrazaba mi timidez de una chulería
de pacotilla (desmontada a la primera conversación) y me limitaba a lanzar
miradas o mensajes escritos, si me daba muy fuerte, y luego, a que me las
dieran hechas.
Fue un periodo adolescente brevísimo, pero que me marcó. ¡Era
un tío con futuro! Luego encabalgué con largos noviazgos y pensé que en realidad
lo de ligar era un fenómeno natural, más que un proceso, un acto que sucedía.
Algo pasivo, como se quejan aún a día de hoy muchos hombres: “es que ellas no
hacen nada”. Yo tampoco hice nada para merecerme las mujeres que conocí en la
intimidad.
Ahora que estoy mayorcísimo, tirando para la cuarentena, con
un físico espantosamente mal llevado y que no sé ligar todavía porque mi
monogamia activa me impide el aprendizaje, no deja de inquietarme que todas las
chicas que voy conociendo, ¡no falla ni una!, me observen con una total
ausencia de deseo.
No debería sorprenderme, pero con tantas mujeres en el
mundo… ¿es que no hay mujeres desviadas que tomen precisamente el camino que
lleva a preferir los hombres como yo? Tampoco es que lo desee: bien mirado, me
ayuda a no apartarme del buen camino porque las interferencias en las parejas
suelen acabar mal, aunque ¿quién no quiere enfrentarse a la tentación de vez en
cuando para revalidar su compromiso?
Es cierto que sigo siendo tímido y, por tanto, me guardo
mucho de exhibirme ante el género femenino. Intelectualmente, se entiende.
Físicamente es imposible, como no sea que me ponga un burka y alguna nórdica
admire ese marrón oscuro casi troncoso (por no decir mierdoso) de los ojos que
se esconden tras los agujeritos en la tela negra.
A veces, por miedo a gustar: resabio de aquella adolescencia
demasiado exitosa, me echo piedras encima y al poco de conocer a alguna mujer
ya le cuento que soy un desastre en todo y se lo digo con la voz grave y
cavernosa, como si fuera una verdad íntima, inconfesada hasta ahora. ¡O loco o
depresivo!, pensarán. O las dos cosas.
Normalmente, una chica me mira y ve a un hombre sobrado de
kilos, con poco pelo en la cabeza, sin afeitar, con la camisa mal planchada, no
digamos los pantalones, las zapatillas de un color escandaloso e infantil y
haciéndose el gracioso a costa de sí mismo.
Claro, de existir esa mítica intuición femenina, porque soy
un hombre de fiar, y de no haber otros hombres que a mi edad empiezan a correr
maratones o levantan pesas como elefantes y aunque lean menos que yo se
expresan oralmente mucho mejor, tal vez alguna mujer viera un “algo”. Eso que
ellas dicen: “es que Juan tiene algo. No es guapo, pero tiene algo”. Para mí no
hay nada, ni algos ni algas.
Aquí el asunto se complica: muchas mujeres consideran que
excepto un par de amigos gays y algunas estrellas de cine, no hay hombres
realmente guapos.
Pero sí saben dónde se encuentra un buen culo masculino, que
yo no sé determinar en qué consiste más allá de la firmeza de los glúteos, que
comprendo que gustarán más que los fofos. Y, a veces se sonríen entre ellas,
cómplices, cuando alaban la parte física de un personaje que me había pasado
desapercibido. El tal Ryan Gosling. ¿Qué piensan ellas que van de románticas y
de profundamente espirituales frente al bestialismo masculino cuando hablan del
tío Ryan?
Para colmo, yo se lo pongo fácil: no soy ni fui guapo nunca.
Además, qué demonios de glúteos van a buscar en la parte trasera en un tío que
ya por delante no esconde su barriga. Y cuanto más la escondes, más se nota,
además.
Especialmente desasogante es el momento en el que digo que
vivo en pareja. Felizmente. No recuerdo ninguna expresión rara en ninguna
mujer. Es como si acabaran de escuchar: tengo una salamandra para la que compro
moscas vivas en el puticlub de la esquina, después de forzar a una
septuagenaria.
Exagero: en ese caso, al menos pondrían cara de asco. Nada.
No hay expresión diferente al “hace fresco a principios de otoño si baja la
temperatura y llevo manga corta”.
Ni miraditas en el metro, ni nadie que se me acerque con una
excusa peregrina en una cafetería ni por supuesto e-mails inesperados ni
peticiones de amistad sospechosas en Facebook.
Soy invisible al erotismo.
Lo último que me espero es que mi pareja considere que
también le he fallado en este aspecto, en el de ser un hombre deseable. Eso
sería un golpe muy bajo. Aunque hasta en eso debería(mos) esforzarme-nos más.
Quizá me convendría darle la vuelta a la situación: puedo
pasearme por las mejores playas con el bañador tan ridículo como me dé la gana,
inmiscuirme en los estrechos jacuzzis de los spas sin crear incomodidades,
preguntar a todas las chicas que necesite para encontrar una dirección por más endiosadas
que vayan, vestirme de mercadillo, renunciar al irritante afeitado e incluso
dármelas de listo cuando quiera reivindicarme en una reunión, aunque quede como
el puto cabezón gafotas que no para de dar la brasa.
En el fondo, la ausencia de ataduras, en este caso la
incapacidad de generar deseo, es un torrente de libertad.
A fin de cuentas, pienso, si el tema me obsesiona en el
futuro, tendré varios problemas graves que solucionar. Claro que en el caso de
cagarla, siempre nos quedará el gimnasio, la comida bio, las dietas milagro y
las tardes en el centro comercial practicando el barranquismo por las tallas,
desde la XL, que ahora ya incluye a futbolistas y tenistas, hasta la deseada M,
de masculinidad, de macho, de (in)madurez.
Ahora no me vengan con lisonjeras mentiras sobre mi
sensualidad latente, porque me lo tomaré a chufla y, peor aún, si me lo creo,
me asustaré tanto que llamaré de inmediato a la unidad de delitos informáticos
de la Guardia Civil. Todo sea por preservar el buen gusto.
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