Todos hemos oído cientos de veces cómo muchos beligerantes han justificado la guerra en el nombre de la paz. Personalmente, he llegado a debatir con una persona convencida de que las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki propiciaron el fin de la Segunda Guerra Mundial y, a su juicio, fueron beneficiosas para la humanidad.
Algunas guerras yo mismo las considero inevitables, pero con un matiz: estoy convencido de que la primera derrota de la paz es el inicio de una guerra. A día de hoy, al menos, considero que hay mecanismos diplomáticos y, sobre todo, favores económicos que pueden paralizar cualquier estallido. Claro que también existe una gran industria armamentística que necesita generar ingresos.
Aunque tampoco creo que sea tan simple. Me da la sensación de que hay tres países, y repito: tres países, que se han autoadjudicado el papel de árbitros del mundo occidental. En primer lugar, Estados Unidos. Y en Europa, el Reino Unido como socio leal yanqui, y Alemania, como motor económico por encima del resto de la Unión Europea. Y me dejo en el tintero, la hegemonía rusa en el Este de Europa, el complicado mundo islámico en el que reconozco que estoy perdido más allá del petróleo de los emiratos y toda Asia y África, porque ni doy tanto de mí ni quiero hacerle la competencia a la Wikipedia.
Dicho esto, demasiado resumido pero considero que inevitable, voy a la guerra que me interesa. Estoy hablando de la revolución social que recorre el mundo y que, por momentos, parece muerta, aletargada, y es que da la sensación de que el Sistema nos mantiene siempre demasiado ocupados para poder enfrentarnos a él.
Pasa con todas las enfermedades. Lo mejor para combatirlas es hacer acopio de fuerzas, pero es lo peor que tiene la enfermedad, que merma las defensas del enfermo.
En este sentido, considero que no debemos aletargarnos. La revolución social ya es un hecho, dormida o no. Se puso en marcha hace unos años y la crisis motivada por la estafa financiera y apoyada por los políticos ha sido el disparadero.
Y no debemos dormirnos, porque es mejor llevar a cabo los cambios necesarios para acabar con la lacra del capitalismo salvaje, con sus emporios financieros y el caldo de cultivo en el que prosperan especuladores y tramposos ahora que todavía no ha habido ningún golpe de estado ni victoria neofascista en Europa, que cuando se produzca.
Si la gente se apodera de las calles cuando la democracia quede KO en cualquiera de los países occidentales, las consecuencias serán impredecibles.
Al paso que vamos, con un ejército profesional en la mayoría de los países, con las ideologías de capa caída y, por encima de todo, con un conocimiento del mundo tan amplio, no creo que los tanques duden de a quién deben proteger. Apuesto el todo a por el todo que el pueblo y las armas irán de la mano, y no creo que sea beneficioso para nadie que los diputados de un parlamento democrático acaben en los calabozos y ciertos banqueros, consejeros, ex cargos políticos con tratos de favor y, sobre todo, corruptos tendrán todos los números para acabar en el paredón.
Yo no quiero ese tipo de guerra, bajo ningún concepto, aunque acabe resultando el único camino hacia la paz.
Básicamente, porque tener a gran parte de la población parada, mantener los desahucios abusivos, continuar robando impunemente al ciudadano, etc, es una declaración de guerra. Ni más ni menos.
NOTA: Nadie va a eliminar las guerras de la condición humana. Y menos ahora que se ha cerrado el círculo: el ser humano lo intentó primero con la Ilustración y se dio cuenta de que sólo con la razón, la batalla estaba perdida. Luego, vino el Romanticismo y la emoción a flor de piel también llevaba a la destrucción, muchas veces a la autodestrucción. El siglo XX prometía una revolución para propiciar el estado del bienestar (salud, higiene, transportes, etc.), pero a la vista está que fracasó.
Ahora vivimos en la época de las cavernas. ¡De nuevo! Y es imposible evitar los conflictos y las pugnas de poder. Las empresas luchan por ser las primeras en sus áreas y en ese embudo sólo caben unas pocas compañías. Si lo consiguen, intentan crecer acaparando otros sectores, ahorrando el máximo en personal para maximizar beneficios y, por encima de todo, aplastar a la competencia.
Al trabajador le sucede lo mismo. Si no puede ascender, se desanima. Sin el incentivo de ganar más dinero y de acaparar más poder, el trabajador se viene abajo. Y si lo intenta conseguir, se acaba hundiendo igual, porque los elegidos son unos pocos y, a menudo, cuando consiguen sus objetivos resulta que no merece la pena y su vida personal, familiar, amorosa y social está por los suelos. O sea, si lo consiguen, pagan con su vida. Si no lo consigue (lo esperable), se deprimen.
Los países son megacorporaciones. El mundo es un mercado global. Las personas somos mercancía. Al alienarnos, al considerarnos "cosas", nos creemos "cosas" y ninguneamos a los demás, los convertimos en objetos y los tratamos de usar para ganar la partida, como si no tuvieran sentimientos, como si realmente fueran piezas del tablero a los que adelantar por la casilla del fin que justifica los medios.
Ahí fuera, en la calle, hay gente de buen corazón, pero no tendrán donde caerse muertos o se habrán retirado voluntariamente de la guerra. No se puede ir con traje, corbata y maletín vendiendo lo invendible y despotricar contra el Sistema. No se puede trabajar doce horas diarias para complacer al jefe y querer cambiar las cosas. No es posible trabajar en publicidad, por más creativo que resulte el trabajo, y abominar del capitalismo salvaje. Es imposible desear un chalet con jardín, un coche potente, viajes en crucero, etc. y querer mejorar el mundo para convertirlo en un lugar menos inhóspito, más humano. Sencillamente, es un contrasentido.
Y yo soy el primero que vivo en la contradicción. No se trata de juzgar a nadie, sino de abrir los ojos.
Imagen vía Frikieconomía
Algunas guerras yo mismo las considero inevitables, pero con un matiz: estoy convencido de que la primera derrota de la paz es el inicio de una guerra. A día de hoy, al menos, considero que hay mecanismos diplomáticos y, sobre todo, favores económicos que pueden paralizar cualquier estallido. Claro que también existe una gran industria armamentística que necesita generar ingresos.
Aunque tampoco creo que sea tan simple. Me da la sensación de que hay tres países, y repito: tres países, que se han autoadjudicado el papel de árbitros del mundo occidental. En primer lugar, Estados Unidos. Y en Europa, el Reino Unido como socio leal yanqui, y Alemania, como motor económico por encima del resto de la Unión Europea. Y me dejo en el tintero, la hegemonía rusa en el Este de Europa, el complicado mundo islámico en el que reconozco que estoy perdido más allá del petróleo de los emiratos y toda Asia y África, porque ni doy tanto de mí ni quiero hacerle la competencia a la Wikipedia.
Dicho esto, demasiado resumido pero considero que inevitable, voy a la guerra que me interesa. Estoy hablando de la revolución social que recorre el mundo y que, por momentos, parece muerta, aletargada, y es que da la sensación de que el Sistema nos mantiene siempre demasiado ocupados para poder enfrentarnos a él.
Pasa con todas las enfermedades. Lo mejor para combatirlas es hacer acopio de fuerzas, pero es lo peor que tiene la enfermedad, que merma las defensas del enfermo.
En este sentido, considero que no debemos aletargarnos. La revolución social ya es un hecho, dormida o no. Se puso en marcha hace unos años y la crisis motivada por la estafa financiera y apoyada por los políticos ha sido el disparadero.
Y no debemos dormirnos, porque es mejor llevar a cabo los cambios necesarios para acabar con la lacra del capitalismo salvaje, con sus emporios financieros y el caldo de cultivo en el que prosperan especuladores y tramposos ahora que todavía no ha habido ningún golpe de estado ni victoria neofascista en Europa, que cuando se produzca.
Si la gente se apodera de las calles cuando la democracia quede KO en cualquiera de los países occidentales, las consecuencias serán impredecibles.
Al paso que vamos, con un ejército profesional en la mayoría de los países, con las ideologías de capa caída y, por encima de todo, con un conocimiento del mundo tan amplio, no creo que los tanques duden de a quién deben proteger. Apuesto el todo a por el todo que el pueblo y las armas irán de la mano, y no creo que sea beneficioso para nadie que los diputados de un parlamento democrático acaben en los calabozos y ciertos banqueros, consejeros, ex cargos políticos con tratos de favor y, sobre todo, corruptos tendrán todos los números para acabar en el paredón.
Yo no quiero ese tipo de guerra, bajo ningún concepto, aunque acabe resultando el único camino hacia la paz.
Básicamente, porque tener a gran parte de la población parada, mantener los desahucios abusivos, continuar robando impunemente al ciudadano, etc, es una declaración de guerra. Ni más ni menos.
NOTA: Nadie va a eliminar las guerras de la condición humana. Y menos ahora que se ha cerrado el círculo: el ser humano lo intentó primero con la Ilustración y se dio cuenta de que sólo con la razón, la batalla estaba perdida. Luego, vino el Romanticismo y la emoción a flor de piel también llevaba a la destrucción, muchas veces a la autodestrucción. El siglo XX prometía una revolución para propiciar el estado del bienestar (salud, higiene, transportes, etc.), pero a la vista está que fracasó.
Ahora vivimos en la época de las cavernas. ¡De nuevo! Y es imposible evitar los conflictos y las pugnas de poder. Las empresas luchan por ser las primeras en sus áreas y en ese embudo sólo caben unas pocas compañías. Si lo consiguen, intentan crecer acaparando otros sectores, ahorrando el máximo en personal para maximizar beneficios y, por encima de todo, aplastar a la competencia.
Al trabajador le sucede lo mismo. Si no puede ascender, se desanima. Sin el incentivo de ganar más dinero y de acaparar más poder, el trabajador se viene abajo. Y si lo intenta conseguir, se acaba hundiendo igual, porque los elegidos son unos pocos y, a menudo, cuando consiguen sus objetivos resulta que no merece la pena y su vida personal, familiar, amorosa y social está por los suelos. O sea, si lo consiguen, pagan con su vida. Si no lo consigue (lo esperable), se deprimen.
Los países son megacorporaciones. El mundo es un mercado global. Las personas somos mercancía. Al alienarnos, al considerarnos "cosas", nos creemos "cosas" y ninguneamos a los demás, los convertimos en objetos y los tratamos de usar para ganar la partida, como si no tuvieran sentimientos, como si realmente fueran piezas del tablero a los que adelantar por la casilla del fin que justifica los medios.
Ahí fuera, en la calle, hay gente de buen corazón, pero no tendrán donde caerse muertos o se habrán retirado voluntariamente de la guerra. No se puede ir con traje, corbata y maletín vendiendo lo invendible y despotricar contra el Sistema. No se puede trabajar doce horas diarias para complacer al jefe y querer cambiar las cosas. No es posible trabajar en publicidad, por más creativo que resulte el trabajo, y abominar del capitalismo salvaje. Es imposible desear un chalet con jardín, un coche potente, viajes en crucero, etc. y querer mejorar el mundo para convertirlo en un lugar menos inhóspito, más humano. Sencillamente, es un contrasentido.
Y yo soy el primero que vivo en la contradicción. No se trata de juzgar a nadie, sino de abrir los ojos.
Imagen vía Frikieconomía
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