La vida es pura fantasía. Incluso para los que pasan hambre y frío y no tienen la mala fortuna de estar enganchados a las nuevas tecnologías. Seguro que sueñan con un futuro mejor, mucho más bonito de lo que les espera aunque les salgan bien todos sus planes. E incluso creo que la realidad nunca será tan horrible como sus peores pesadillas. Hablo por hablar, claro. Da la sensación de que me pueda poner en la piel de la gente que apenas tiene nada y aquí está la magia del mensaje escrito, que es como mejor se plasma el pensamiento.
Otra cosa es la emoción y una parte del cerebro que trabaja por conductos subterráneos. Ahí se expresa mejor el arte.
Y cuando la escritura y el arte se encuentran ya sabemos lo que pasa: literatura.
A estas alturas de la vida empiezo a cambiar mis esquemas respecto a la posibilidad de escribir literatura de calidad. Empiezo a sospechar que no todo el mundo vale. Un descubrimiento que me afecta directamente, porque es duro convencerse de que nunca podré alcanzar la meta para la que me he estado preparando tanto tiempo. El único consuelo que tengo es que hasta la fecha no he dejado nunca de equivocarme.
El otro día recordaba con un amigo qué ha sido de aquellos compañeros de colegio que eran una maravilla jugando a fútbol o a baloncesto, algunos incluso destacaban en los dos deportes y en cuantos probaran. Durante el paseo, mi amigo y yo llegamos a la conclusión de que ni uno de esos héroes de la juventud consiguió convertirse en un deportista destacado. Probablemente, ahí considero que mi amigo acertó de pleno, les faltaba el poderío mental para seguir prosperando hasta desarrollarse.
Yo no sé qué narices tienen los buenos novelistas en su ADN que no tengamos los demás. Ni siquiera sé cómo se las han arreglado para formarse sin prescindir de su vida social, sus asuntos familiares y, lo más dificultoso: cómo se han apañado para escribir buenas novelas mientras conseguían la pasta para pagar el alquiler. Es más: la mayoría de ellos mienten como bellacos a la hora de contarte cómo elaboran sus novelas. Ni cuando lo publican por escrito y cobran por darte acceso a sus trucos te dicen la verdad.
Los escritores contrastados son, pues, casi tan buenos mentirosos como los políticos. Les ocurre también como a los ilusionistas. No pueden salir en vaqueros y en mangas de camisa. Tienen que llevar lentejuelas, los clásicos, o un montón de tatuajes y pelo rapado al cero, los modernos.
A lo mejor está ahí la clave: los que nos pasamos la vida entre lo invisible y lo transparente no tenemos demasiadas oportunidades. La literatura exige un estado de gracia que es lo que diferencia a un picapedrero de un escultor. Ojalá me vuelva a equivocar, porque ya no sé qué hacer con tantas piedras en los cajones.
Otra cosa es la emoción y una parte del cerebro que trabaja por conductos subterráneos. Ahí se expresa mejor el arte.
Y cuando la escritura y el arte se encuentran ya sabemos lo que pasa: literatura.
A estas alturas de la vida empiezo a cambiar mis esquemas respecto a la posibilidad de escribir literatura de calidad. Empiezo a sospechar que no todo el mundo vale. Un descubrimiento que me afecta directamente, porque es duro convencerse de que nunca podré alcanzar la meta para la que me he estado preparando tanto tiempo. El único consuelo que tengo es que hasta la fecha no he dejado nunca de equivocarme.
El otro día recordaba con un amigo qué ha sido de aquellos compañeros de colegio que eran una maravilla jugando a fútbol o a baloncesto, algunos incluso destacaban en los dos deportes y en cuantos probaran. Durante el paseo, mi amigo y yo llegamos a la conclusión de que ni uno de esos héroes de la juventud consiguió convertirse en un deportista destacado. Probablemente, ahí considero que mi amigo acertó de pleno, les faltaba el poderío mental para seguir prosperando hasta desarrollarse.
Yo no sé qué narices tienen los buenos novelistas en su ADN que no tengamos los demás. Ni siquiera sé cómo se las han arreglado para formarse sin prescindir de su vida social, sus asuntos familiares y, lo más dificultoso: cómo se han apañado para escribir buenas novelas mientras conseguían la pasta para pagar el alquiler. Es más: la mayoría de ellos mienten como bellacos a la hora de contarte cómo elaboran sus novelas. Ni cuando lo publican por escrito y cobran por darte acceso a sus trucos te dicen la verdad.
Los escritores contrastados son, pues, casi tan buenos mentirosos como los políticos. Les ocurre también como a los ilusionistas. No pueden salir en vaqueros y en mangas de camisa. Tienen que llevar lentejuelas, los clásicos, o un montón de tatuajes y pelo rapado al cero, los modernos.
A lo mejor está ahí la clave: los que nos pasamos la vida entre lo invisible y lo transparente no tenemos demasiadas oportunidades. La literatura exige un estado de gracia que es lo que diferencia a un picapedrero de un escultor. Ojalá me vuelva a equivocar, porque ya no sé qué hacer con tantas piedras en los cajones.
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