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Un hombre dentro de un contenedor

Noche tranquila en Barcelona. En la esquina, un contenedor. Y como si le estuviera hablando, una mujer. Paso por delante y descubro que hay un señor dentro del contenedor. La mujer lleva una bolsa de basura en la mano y con la otra destripa un paquete sucio que le pasa su compañero. Del paquete salen montones de folios que levantan el vuelo alrededor de ella. Diría (ahora ya estoy muy cerca de la escena) que se trata de apuntes de clase.

No me detengo a descubrirlo, claro. A fin de cuentas, sea lo que sea, se lo merecen esos dos. Para algo se están cubriendo de mierda. Me extraña, cuando ya he recorrido unos metros, que ninguno de ellos vaya vestido como un pordiosero. Bien mirado, llevan tejanos como yo. Y la parte de arriba la habrán comprado donde yo o en la franquicia de al lado.

Pienso de camino a casa que yo también debería echar unos cuantos kilos de apuntes a la basura. Prefiero no ponerme en la piel de los dos dos recolectores de lo que sea. La sorpresa, de todos modos, es mayúscula cuando encuentro dos chicos desvalijando el contenedor cercano a una pastelería del centro de Barcelona. Tampoco se les ve muy sucios. Uno de ellos consigue un pan de molde. Lo pellizca y le comenta algo al otro.

Por más que lo intente, pienso en la casualidad que entraña ver dos situaciones similares. De pequeño, en el pueblo, la gente que rebuscaba en la basura llevaba un estigma pesadísismo: siempre eran los mismos, los que apestaban, los que vestían con harapos, los que evitabas porque creías que eran locos peligrosos. La gente les ponía motes, los despreciaba. Y a un niño no se le ocurría discutir la tesis mayoritaria.

En el piso la nevera está más vacía que de costumbre. Esta noche no iremos al cine.

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