Carolina siempre llega tarde a la clase de las cinco. Trabaja en Mataró y termina a las cuatro de trabajar en la oficina. Está estudiando secretariado en un barrio sencillo de Barcelona. Su jefe le animó a apuntarse. Ella lo planteó en casa y a su marido le pareció bien.
Ayer intentaba seguir mi clase de inglés con los ojos enrojecidos cuando le pregunté si se sentía cansada. Ni siquiera pudo abrir la boca. Entonces, me inventé que todo el mundo estaba cansado estos días. Lo dije en inglés, en voz alta, y algunas chicas rieron el comentario. Las más jóvenes estaban distraidas, al final de la fila. A lo suyo.
Cuando terminó la clase me pidió disculpas y me contó que se levantaba cada día a las seis de la mañana para poder estar en el trabajo a las ocho en punto. Por las noches llegaba a las once a casa y apenas tenía tiempo de fregar los cacharros y prepararse la comida para el día siguiente. Su marido no se quejaba de que pasara tanto tiempo fuera, pero no había cambiado ninguna de sus costumbres. Cuando entraba por la puerta de casa, se iba directo al sofá, ponía el televisor y, al principio se preparaba alguna cosa para cenar: un bocadillo normalmente, pero ahora esperaba a Carolina para que ella cocinase algo mejor.
Era de noche. Llevaba desde las once de la mañana en el instituto y salí por la puerta a las ocho y media. Regresé a casa pensando en la suerte que tenía de hacer sustituciones, porque no me quedaba ni un céntimo en la cuenta. Apenas me quedaba una semana en aquel instituto, pero ya no me sentía con la soga al cuello.
En el fondo, pensaba mientras veía las calles de Barcelona a través del vidrio del autobús, me podía considerar orgulloso por haber ayudado a Carolina con su inglés. Eran treinta y cinco en su clase. Para bien o para mal, faltaban siempre una docena de alumnos. De esa veintena, había cinco estudiantes que no me necesitaban, y seis o siete a los que no les importaba un bledo lo que les dijera. Entonces, porque había sido un día largo, me atribuí el mérito de haber sabido distinguir a las Carolinas que bien merecían la pena mis esfuerzos.
Tal vez me estaba regalando el oído con un autohalago de supervivencia. No me hacen gracia ese tipo de mecanismos. En realidad, concluí, lo mejor que había hecho en todo el día era prestar atención a los problemas de Carolina en vez de salir pitando con la carpeta. Por eso le di las gracias. Por haberme transmitido su experiencia vital, una enseñanza más valiosa que todas mis lecciones. Sonreí pese a mi exceso de petulancia.
En la vida, por dramática que se presente, siempre hay momentos para darse un respiro. Y ser consciente de algunas de las imperfecciones me parece tan sensato como sacarse una sonrisa de la cara en cualquier instante.
Ayer intentaba seguir mi clase de inglés con los ojos enrojecidos cuando le pregunté si se sentía cansada. Ni siquiera pudo abrir la boca. Entonces, me inventé que todo el mundo estaba cansado estos días. Lo dije en inglés, en voz alta, y algunas chicas rieron el comentario. Las más jóvenes estaban distraidas, al final de la fila. A lo suyo.
Cuando terminó la clase me pidió disculpas y me contó que se levantaba cada día a las seis de la mañana para poder estar en el trabajo a las ocho en punto. Por las noches llegaba a las once a casa y apenas tenía tiempo de fregar los cacharros y prepararse la comida para el día siguiente. Su marido no se quejaba de que pasara tanto tiempo fuera, pero no había cambiado ninguna de sus costumbres. Cuando entraba por la puerta de casa, se iba directo al sofá, ponía el televisor y, al principio se preparaba alguna cosa para cenar: un bocadillo normalmente, pero ahora esperaba a Carolina para que ella cocinase algo mejor.
Era de noche. Llevaba desde las once de la mañana en el instituto y salí por la puerta a las ocho y media. Regresé a casa pensando en la suerte que tenía de hacer sustituciones, porque no me quedaba ni un céntimo en la cuenta. Apenas me quedaba una semana en aquel instituto, pero ya no me sentía con la soga al cuello.
En el fondo, pensaba mientras veía las calles de Barcelona a través del vidrio del autobús, me podía considerar orgulloso por haber ayudado a Carolina con su inglés. Eran treinta y cinco en su clase. Para bien o para mal, faltaban siempre una docena de alumnos. De esa veintena, había cinco estudiantes que no me necesitaban, y seis o siete a los que no les importaba un bledo lo que les dijera. Entonces, porque había sido un día largo, me atribuí el mérito de haber sabido distinguir a las Carolinas que bien merecían la pena mis esfuerzos.
Tal vez me estaba regalando el oído con un autohalago de supervivencia. No me hacen gracia ese tipo de mecanismos. En realidad, concluí, lo mejor que había hecho en todo el día era prestar atención a los problemas de Carolina en vez de salir pitando con la carpeta. Por eso le di las gracias. Por haberme transmitido su experiencia vital, una enseñanza más valiosa que todas mis lecciones. Sonreí pese a mi exceso de petulancia.
En la vida, por dramática que se presente, siempre hay momentos para darse un respiro. Y ser consciente de algunas de las imperfecciones me parece tan sensato como sacarse una sonrisa de la cara en cualquier instante.
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