Entiendo que el cargo de catedrático universitario pesa. Y si se trata de literatura, más. A un experto en economía con silla en la facultad lo llaman de todas partes, sobre todo de la empresa privada.
Un experto en literatura, digamos castellana, tiene menos recorrido. Se construye una pantalla atemporal en su despacho y, congresos aparte, la verdad es que pasa mucho tiempo a solas, entre el ordenador y la biblioteca.
Por eso supongo que una profesora del prestigio de Rosa Navarro dedica sus últimas publicaciones a ponerle nombre al autor de El Lazarillo de Tormes. Propone a un señor y para justificar el hallazgo lleva a cabo una investigación digna de Arthur Conan Doyle. ¿Cuál es el problema? Pues que la historia y la literatura escapan muchas veces al método científico y para creernos que X escribió El Lazarillo hay que dar por buenas muchas hipótesis con una base cuando menos endeble.
Sin embargo, el panorama literario y, sobre todo, el académico se estremece con cada uno de estos descubrimientos. Al resto de los humanos le da exactamente igual.
Y a mí también. De hecho, me parece una insensatez que nuestros funcionarios metidos a investigadores universitarios se enreden en este tipo de pesquisas, que recuerdan más a bestsellers del tipo El código Da Vinci que a un trabajo de investigación que merezca la pena. Es decir, que sume.
Cómo lograr que la gente se aficione a la lectura; cómo construir una industria editorial seria; rescatar autores olvidados; arrojar luz sobre la literatura contemporánea, tan frágil a merced de los mercados y del monopolio fáctico de los grandes grupos editoriales. Todo lo anterior me importa.
Basta ya de darle vueltas a El Quijote, La Celestina y El libro del buen amor; cerremos el grifo del enésimo homenaje a Calderón; dejémonos de ponerle cara a los escritores de las obras maestras. Sobre este último punto: ¿le resta un ápice de calidad a la obra shakesperiana que ni siquiera se tenga la certeza de que fue William Shakespeare su autor? En absoluto. ¿Qué sabemos con certitud del propio Miguel de Cervantes? Poco, poquísimo.
Es curioso, además, que en esta pérdida de tiempo y de recursos públicos, algunos autores se libren de los detectives de despacho universitario. ¿Saben que es posible que la mitad de las obras de Lope de Vega no sean realmente suyas? ¿Por qué no se insisten en las razonables dudas de que la obra cumbre de Tirso Molina, El burlador de Sevilla, quizá tenga otro padre?
Para difundir la buena literatura no sirve de mucho que los colegios e institutos se cierren en banda a incorporar lecturas atractivas para los jóvenes. Como tampoco ayuda el alto precio de los libros a que la gente lea más, incluso en el caso de los electrónicos. Y, por supuesto, que se publique tanto de tan escasa calidad viene a engordar la nebulosa en la que se ve perdido el lector.
La realidad es que los mejores expertos en literatura castellana de este país se dedican, en su gran mayoría, a darle vueltas al mismo disco de siempre. Tal vez si incorporaran su vasta experiencia al mundo real, en lugar de buscarle familia a los huérfanos de los viejos pliegos, el mundo del libro contaría con un punto de apoyo fundamental.
Un experto en literatura, digamos castellana, tiene menos recorrido. Se construye una pantalla atemporal en su despacho y, congresos aparte, la verdad es que pasa mucho tiempo a solas, entre el ordenador y la biblioteca.
Por eso supongo que una profesora del prestigio de Rosa Navarro dedica sus últimas publicaciones a ponerle nombre al autor de El Lazarillo de Tormes. Propone a un señor y para justificar el hallazgo lleva a cabo una investigación digna de Arthur Conan Doyle. ¿Cuál es el problema? Pues que la historia y la literatura escapan muchas veces al método científico y para creernos que X escribió El Lazarillo hay que dar por buenas muchas hipótesis con una base cuando menos endeble.
Sin embargo, el panorama literario y, sobre todo, el académico se estremece con cada uno de estos descubrimientos. Al resto de los humanos le da exactamente igual.
Y a mí también. De hecho, me parece una insensatez que nuestros funcionarios metidos a investigadores universitarios se enreden en este tipo de pesquisas, que recuerdan más a bestsellers del tipo El código Da Vinci que a un trabajo de investigación que merezca la pena. Es decir, que sume.
Cómo lograr que la gente se aficione a la lectura; cómo construir una industria editorial seria; rescatar autores olvidados; arrojar luz sobre la literatura contemporánea, tan frágil a merced de los mercados y del monopolio fáctico de los grandes grupos editoriales. Todo lo anterior me importa.
Basta ya de darle vueltas a El Quijote, La Celestina y El libro del buen amor; cerremos el grifo del enésimo homenaje a Calderón; dejémonos de ponerle cara a los escritores de las obras maestras. Sobre este último punto: ¿le resta un ápice de calidad a la obra shakesperiana que ni siquiera se tenga la certeza de que fue William Shakespeare su autor? En absoluto. ¿Qué sabemos con certitud del propio Miguel de Cervantes? Poco, poquísimo.
Es curioso, además, que en esta pérdida de tiempo y de recursos públicos, algunos autores se libren de los detectives de despacho universitario. ¿Saben que es posible que la mitad de las obras de Lope de Vega no sean realmente suyas? ¿Por qué no se insisten en las razonables dudas de que la obra cumbre de Tirso Molina, El burlador de Sevilla, quizá tenga otro padre?
Para difundir la buena literatura no sirve de mucho que los colegios e institutos se cierren en banda a incorporar lecturas atractivas para los jóvenes. Como tampoco ayuda el alto precio de los libros a que la gente lea más, incluso en el caso de los electrónicos. Y, por supuesto, que se publique tanto de tan escasa calidad viene a engordar la nebulosa en la que se ve perdido el lector.
La realidad es que los mejores expertos en literatura castellana de este país se dedican, en su gran mayoría, a darle vueltas al mismo disco de siempre. Tal vez si incorporaran su vasta experiencia al mundo real, en lugar de buscarle familia a los huérfanos de los viejos pliegos, el mundo del libro contaría con un punto de apoyo fundamental.
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