Me pregunto cuál es esa dosis. Hasta qué punto tengo que fingir que me importa la gente que, en realidad, me incordia con su sola presencia.
Empezamos por la familia. Afortunadamente no es mi caso: me hablo poco con los que no tengo confianza y nada con los que aborrezco. Pero, ¿cuánta gente se ve obligada a tragarse yernos, suegras y cuñados? En su justa medida, es necesario aplicar la misma receta que con la carne humana. Por más hambre que tengamos, practicar el canibalismo no merece la pena. Vaya, que si forzamos la máquina de caer bien a la familia podemos acabar en galeras.
Luego están los amigos, los nuevos, los que se heredan, los conocidos que se consideran amigos, los que fluctúan como acciones de una naviera española, los íntimos. Ya lo he dicho y lo diré hasta que cambie de opinión: pasados los treinta años no se me ocurre un tema más arduo y estéril sobre el que reflexionar. Un segundo antes de morirme supongo que sabré quiénes se merecen el apelativo de amigos. Ahora mismo no puedo dar un céntimo por casi nadie y espero que nadie lo dé por mí.
En cuestiones de trabajo, el asunto apesta. Algún jefe envanecido hasta las canas de sus testículos me acusó de pelota tras decirle las verdades del barquero y no entendió que nunca adulo a nadie si no es por admiración o simpatía. De hecho, tengo por norma, añadir un pero a un elogio. Eso lo hago casi siempre. Y si no que se lo digan a una crítica literaria a la que voy a darle la murga de vez en cuando con mis apreciaciones sobre sus artículos. Como si los necesitara. A mí sí que me vendría bien su ayuda, porque si los textos que ha leído le interesaran un mínimo, quizá podría auparme hasta los escaparates de las librerías. Pero intento no abusar. Yo creo que ella sabe que para mí sería muy importante, pero jamás detectará falsedad en mis palabras ni peloteo. Tampoco acoso. No hay truco: si alguien me cae mal, lo nota. Podría tratar de mejorar mi alquimia, pero me parece que cuanto más ensayara un papel, más necesidad tendría de perfeccionarlo.
A la hora de encontrar un empleo de calidad, suponiendo que los haya en este país, siempre me ha supuesto un problema. Al no conseguir contactos influyentes, no accedo a la vía principal de trabajo de este país que no es otra que el enchufe.
He visto tantos incapaces ocupando cargos en los que no encajan ni de broma, que se me altera el pulso cuando me entero de la mucha gente que hay infravalorada en trabajos de poca monta. La vanidad de los empresarios españoles es directamente proporcional a su incompetencia. De modo que no sólo no saben valorar a sus buenos empleados sino que se dejan engañar por los halagos y chantajes emocionales de los trepas, verdaderos representantes de España en el mundo, por encima de los toreros y los futbolistas.
Empezamos por la familia. Afortunadamente no es mi caso: me hablo poco con los que no tengo confianza y nada con los que aborrezco. Pero, ¿cuánta gente se ve obligada a tragarse yernos, suegras y cuñados? En su justa medida, es necesario aplicar la misma receta que con la carne humana. Por más hambre que tengamos, practicar el canibalismo no merece la pena. Vaya, que si forzamos la máquina de caer bien a la familia podemos acabar en galeras.
Luego están los amigos, los nuevos, los que se heredan, los conocidos que se consideran amigos, los que fluctúan como acciones de una naviera española, los íntimos. Ya lo he dicho y lo diré hasta que cambie de opinión: pasados los treinta años no se me ocurre un tema más arduo y estéril sobre el que reflexionar. Un segundo antes de morirme supongo que sabré quiénes se merecen el apelativo de amigos. Ahora mismo no puedo dar un céntimo por casi nadie y espero que nadie lo dé por mí.
En cuestiones de trabajo, el asunto apesta. Algún jefe envanecido hasta las canas de sus testículos me acusó de pelota tras decirle las verdades del barquero y no entendió que nunca adulo a nadie si no es por admiración o simpatía. De hecho, tengo por norma, añadir un pero a un elogio. Eso lo hago casi siempre. Y si no que se lo digan a una crítica literaria a la que voy a darle la murga de vez en cuando con mis apreciaciones sobre sus artículos. Como si los necesitara. A mí sí que me vendría bien su ayuda, porque si los textos que ha leído le interesaran un mínimo, quizá podría auparme hasta los escaparates de las librerías. Pero intento no abusar. Yo creo que ella sabe que para mí sería muy importante, pero jamás detectará falsedad en mis palabras ni peloteo. Tampoco acoso. No hay truco: si alguien me cae mal, lo nota. Podría tratar de mejorar mi alquimia, pero me parece que cuanto más ensayara un papel, más necesidad tendría de perfeccionarlo.
A la hora de encontrar un empleo de calidad, suponiendo que los haya en este país, siempre me ha supuesto un problema. Al no conseguir contactos influyentes, no accedo a la vía principal de trabajo de este país que no es otra que el enchufe.
He visto tantos incapaces ocupando cargos en los que no encajan ni de broma, que se me altera el pulso cuando me entero de la mucha gente que hay infravalorada en trabajos de poca monta. La vanidad de los empresarios españoles es directamente proporcional a su incompetencia. De modo que no sólo no saben valorar a sus buenos empleados sino que se dejan engañar por los halagos y chantajes emocionales de los trepas, verdaderos representantes de España en el mundo, por encima de los toreros y los futbolistas.
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