Nosotros, que creímos que con la evolución tecnológica, es decir con la inteligencia, teníamos asegurado un período largo de paz, hemos dado la espalda a la realidad de un mundo en guerra que, independientemente de que aparezca en televisión o no, se acribilla cada día.
También hemos ignorado inconscientemente que las dos guerras mundiales se produjeron en plena efervescencia del conocimiento: el telégrafo, la radio, el teléfono, la televisión, la penicilina, etc.
Ahora nos atacan desde la inteligencia con embustes de calado mundial, porque emocionalmente el ser humano ha perdido la batalla.
Nuestros abuelos vivieron una guerra y una durísima posguerra. Muchos de nuestros padres crecieron en el corsé de una dictadura y los que tenemos menos de cuarenta años hemos crecido pensando que siempre viviríamos en paz.
En lugar de armarnos de humanidad, preferimos estudiar para acabar trabajando y consumiendo. Cada vez más.
Mientras, la gran mayoría del mundo sufría todo tipo de calamidades, pero todo sucedía muy lejos. Y cuando sentimos la amargura del terrorismo en nuestras fronteras, respondimos con odio. El tipo de odio que se pueden permitir los que se sienten fuertes. Los nuestros nos protegerían siempre.
Ahora los nuestros están a punto de devorarnos. Grecia se desangra y a España le espera un camino de penurias por culpa, entre otras cosas, de un sistema tan sofisticado como caníbal.
Me preocupa que un ente tan poderoso como la Iglesia que basa todo su poderío en el sentimiento religioso sólo se preocupe por mantenerse en la cúspide. Por eso, en lugar de detener guerras y movilizar a la gente para que nadie abuse de ellos en nombre del capitalismo, se dedican a intrigar para marginar a los homosexuales, a las mujeres que desean abortar y a los que creemos en una educación laica.
La derrota emocional es la derrota del ser humano. La inteligencia sin la guía de unos valores humanitarios sólo puede desembocar en la ley de la jungla. Y por ese camino vamos.
También hemos ignorado inconscientemente que las dos guerras mundiales se produjeron en plena efervescencia del conocimiento: el telégrafo, la radio, el teléfono, la televisión, la penicilina, etc.
Ahora nos atacan desde la inteligencia con embustes de calado mundial, porque emocionalmente el ser humano ha perdido la batalla.
Nuestros abuelos vivieron una guerra y una durísima posguerra. Muchos de nuestros padres crecieron en el corsé de una dictadura y los que tenemos menos de cuarenta años hemos crecido pensando que siempre viviríamos en paz.
En lugar de armarnos de humanidad, preferimos estudiar para acabar trabajando y consumiendo. Cada vez más.
Mientras, la gran mayoría del mundo sufría todo tipo de calamidades, pero todo sucedía muy lejos. Y cuando sentimos la amargura del terrorismo en nuestras fronteras, respondimos con odio. El tipo de odio que se pueden permitir los que se sienten fuertes. Los nuestros nos protegerían siempre.
Ahora los nuestros están a punto de devorarnos. Grecia se desangra y a España le espera un camino de penurias por culpa, entre otras cosas, de un sistema tan sofisticado como caníbal.
Me preocupa que un ente tan poderoso como la Iglesia que basa todo su poderío en el sentimiento religioso sólo se preocupe por mantenerse en la cúspide. Por eso, en lugar de detener guerras y movilizar a la gente para que nadie abuse de ellos en nombre del capitalismo, se dedican a intrigar para marginar a los homosexuales, a las mujeres que desean abortar y a los que creemos en una educación laica.
La derrota emocional es la derrota del ser humano. La inteligencia sin la guía de unos valores humanitarios sólo puede desembocar en la ley de la jungla. Y por ese camino vamos.
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