Los voy a enumerar cuidadosamente... hmmm, déjame pensar... vale, ya está: ninguno.
En efecto, los centros comerciales generan puestos de trabajo y potencian el consumo... pero ¿eso es positivo? Trabajar no lo es, desde luego. Las necesidades no son positivas ni negativas, si acaso son necesarias. Tampoco resulta provechoso cobrar poco por echar muchas horas en trabajos que no suelen culminar las aspiraciones profesionales de casi nadie.
Ahora vamos con el consumo. Cuando una persona entra en un centro comercial automáticamente se despiertan necesidades consumistas que o bien se encontraban en estado de letargo o bien surgen de los cantos de sirena del entorno.
Pero, pensaréis muchos, el Gobierno, el Financial Times, el Banco Mundial, es decir, todos los organismos importantes del planeta están de acuerdo en que resulta imprescindible estimular el consumo. Las teorías macroeconómicas en las que se basan les dan la razón. Yo no.
Si el Sistema se tiene que sustentar gracias a los veinte o cuarenta o cien euros que nos gastamos un solo día en el centro comercial sin que en realidad necesitemos para nada restar ese dinero de nuestra estrecha economía, algo huele a podrido.
Pongamos como ejemplo un centro comercial cualquiera, el de Glòries en Barcelona. El gran reclamo original es un Carrefour, pilar primigenio del centro, que ahora se encuentra rodeado por una miríada de galerías de tiendas de las franquicias de siempre, de manera que para hacer la compra semanal es necesario pasar por todo un repertorio de tiendas. No es que resulte imposible acceder al Carrefour, comprar las cosas básicas y largarse, pero requiere de unas dotes estratégicas que no creo que nadie se tome la molestia en emprender. Otro asunto es que comprar en Carrefour suponga realmente un ahorro (teniendo en cuenta la calidad). Me faltan datos y ganas para dar una respuesta satisfactoria.
Volvamos al entorno del centro comercial. En el exterior suena una música extraña. Se parece a la célebre banda sonora de La guerra de los mundos de Jeff Wayne, pero no acaba de ligar una melodía. Es, cuando menos, inquietante. A mí me hace sentir como en una especie de espacio de nadie, poco humanizado. ¿Una técnica para aumentar las ventas? No creo que los responsables de los centros comerciales dejen nada al azar.
Otro detalle: en la parte central, en una especie de ondanada se emplazan casi todos los restaurantes. La calidad media es muy baja y, sin embargo, están llenos en un domingo. La mayoría pertenecen a marcas de comida rápida de sobra conocidas. En el centro, casi desnudo, de la terraza hay un solo columpio, que resulta ser una especie de silla en la que los críos dan decenas de vueltas hasta marearse. Esta escasez de juegos infantiles provoca que los niños corran de un lado a otro hacia las galerías o entre las mesas de los “restaurantes”. Una estructura ornamental empinada y dura como una roca se convierte en la atracción favorita de los más pequeños. Supongo que alguno se habrá roto un par de huesos, pero por supuesto carezco de datos.
Otra particularidad que la gente pasa por alto, pero que cae por su propio peso: ¿Se puede ir a un centro comercial sin dinero? No. Quizá unos minutos, pero todo está montado para que el visitante/cliente no encuentre ningún espacio tranquilo en el que sentarse a charlar con sus compañeros o, simplemente, relajarse.
Algunos diréis: yo he ido muchas veces al centro comercial sólo para mirar tiendas. Sé que decís la verdad aunque quizá os falle la memoria: ¿cuántas veces realmente os habéis ido sin comprar ni consumir absolutamente nada? Aunque tengáis esa estimable fuerza de voluntad, quiero compartir esta reflexión con vosotros: casi todo el mundo que cree que va sólo a mirar al centro comercial, lo que está haciendo es seleccionar lo que comprará en su próxima visita.
¿Quiero decir con este artículo que los centros comerciales deberían evitarse como la peste? En absoluto. En el fondo, he utilizado vuestra paciencia lectora para examinar a qué se debe mi propia animadversión por estos lugares. Si me meto en el terreno personal y puramente subjetivo, extraigo otras conclusiones que quizá sólo se puedan extender a cuatro gatos (raros, como yo): detesto las multitudes que andan como pollos decapitados, no soporto las franquicias de ropa de baja calidad a precios apenas un poco más económicos, odio la comida basura y, por encima de todo, creo en un mundo en el que se pueda salir a respirar aire puro sin gastarse un solo céntimo. Por no hablar de la música, de la publicidad y del aire viciado que me llevo a casa tras pasar por uno de estos centros comerciales.
Tal vez podría haber escrito este artículo con una sola frase: “no me gustan los centros comerciales”, pero a mí me interesa el por qué, que no debe confundirse con la verdad. Como mucho será mi verdad y aquí la comparto con vosotros.
En efecto, los centros comerciales generan puestos de trabajo y potencian el consumo... pero ¿eso es positivo? Trabajar no lo es, desde luego. Las necesidades no son positivas ni negativas, si acaso son necesarias. Tampoco resulta provechoso cobrar poco por echar muchas horas en trabajos que no suelen culminar las aspiraciones profesionales de casi nadie.
Ahora vamos con el consumo. Cuando una persona entra en un centro comercial automáticamente se despiertan necesidades consumistas que o bien se encontraban en estado de letargo o bien surgen de los cantos de sirena del entorno.
Pero, pensaréis muchos, el Gobierno, el Financial Times, el Banco Mundial, es decir, todos los organismos importantes del planeta están de acuerdo en que resulta imprescindible estimular el consumo. Las teorías macroeconómicas en las que se basan les dan la razón. Yo no.
Si el Sistema se tiene que sustentar gracias a los veinte o cuarenta o cien euros que nos gastamos un solo día en el centro comercial sin que en realidad necesitemos para nada restar ese dinero de nuestra estrecha economía, algo huele a podrido.
Pongamos como ejemplo un centro comercial cualquiera, el de Glòries en Barcelona. El gran reclamo original es un Carrefour, pilar primigenio del centro, que ahora se encuentra rodeado por una miríada de galerías de tiendas de las franquicias de siempre, de manera que para hacer la compra semanal es necesario pasar por todo un repertorio de tiendas. No es que resulte imposible acceder al Carrefour, comprar las cosas básicas y largarse, pero requiere de unas dotes estratégicas que no creo que nadie se tome la molestia en emprender. Otro asunto es que comprar en Carrefour suponga realmente un ahorro (teniendo en cuenta la calidad). Me faltan datos y ganas para dar una respuesta satisfactoria.
Volvamos al entorno del centro comercial. En el exterior suena una música extraña. Se parece a la célebre banda sonora de La guerra de los mundos de Jeff Wayne, pero no acaba de ligar una melodía. Es, cuando menos, inquietante. A mí me hace sentir como en una especie de espacio de nadie, poco humanizado. ¿Una técnica para aumentar las ventas? No creo que los responsables de los centros comerciales dejen nada al azar.
Otro detalle: en la parte central, en una especie de ondanada se emplazan casi todos los restaurantes. La calidad media es muy baja y, sin embargo, están llenos en un domingo. La mayoría pertenecen a marcas de comida rápida de sobra conocidas. En el centro, casi desnudo, de la terraza hay un solo columpio, que resulta ser una especie de silla en la que los críos dan decenas de vueltas hasta marearse. Esta escasez de juegos infantiles provoca que los niños corran de un lado a otro hacia las galerías o entre las mesas de los “restaurantes”. Una estructura ornamental empinada y dura como una roca se convierte en la atracción favorita de los más pequeños. Supongo que alguno se habrá roto un par de huesos, pero por supuesto carezco de datos.
Otra particularidad que la gente pasa por alto, pero que cae por su propio peso: ¿Se puede ir a un centro comercial sin dinero? No. Quizá unos minutos, pero todo está montado para que el visitante/cliente no encuentre ningún espacio tranquilo en el que sentarse a charlar con sus compañeros o, simplemente, relajarse.
Algunos diréis: yo he ido muchas veces al centro comercial sólo para mirar tiendas. Sé que decís la verdad aunque quizá os falle la memoria: ¿cuántas veces realmente os habéis ido sin comprar ni consumir absolutamente nada? Aunque tengáis esa estimable fuerza de voluntad, quiero compartir esta reflexión con vosotros: casi todo el mundo que cree que va sólo a mirar al centro comercial, lo que está haciendo es seleccionar lo que comprará en su próxima visita.
¿Quiero decir con este artículo que los centros comerciales deberían evitarse como la peste? En absoluto. En el fondo, he utilizado vuestra paciencia lectora para examinar a qué se debe mi propia animadversión por estos lugares. Si me meto en el terreno personal y puramente subjetivo, extraigo otras conclusiones que quizá sólo se puedan extender a cuatro gatos (raros, como yo): detesto las multitudes que andan como pollos decapitados, no soporto las franquicias de ropa de baja calidad a precios apenas un poco más económicos, odio la comida basura y, por encima de todo, creo en un mundo en el que se pueda salir a respirar aire puro sin gastarse un solo céntimo. Por no hablar de la música, de la publicidad y del aire viciado que me llevo a casa tras pasar por uno de estos centros comerciales.
Tal vez podría haber escrito este artículo con una sola frase: “no me gustan los centros comerciales”, pero a mí me interesa el por qué, que no debe confundirse con la verdad. Como mucho será mi verdad y aquí la comparto con vosotros.
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