Quizá sea el artículo más largo que publique en el blog. Quizá os sirva de algo. Quizá sólo me sirva a mí para eliminar de una vez por todas el resentimiento. En cualquier caso, os presento a los cinco peores jefes de mi vida... hasta ahora.
5 Empezamos por el quinto. Es el responsable de una revista de cine. Aceptó mis colaboraciones sin hacerme ninguna prueba. Aquello me mosqueó un poco, pero como en el fondo me beneficiaba no dije nada y seguí trabajando, con una particularidad: el tipo sólo me enviaba e-mails con los artículos que necesitaba; en cambio se negaba a pasarme algo básico para un trabajador autónomo, las tarifas por los distintos tipos de artículos. Tampoco me comunicaba nada tras recibir los textos (lo normal es que se quejen de que va corto, largo, etc.).
Lo más curioso es que ni siquiera llegó a decirme el número de caracteres aproximados de cada tipo de artículo, algo básico en el mundo de las revistas. Ni siquiera supe nunca si mi trabajo le parecía adecuado. El caso es que un día le apreté pidiéndole de una vez por todas cuánto y cuándo iba a cobrar por mi trabajo y no le sentó nada bien. A pesar de haber cumplido mi sueño, trabajar para una revista de cine, salí muy escaldado y la relación se enfrió hasta que me despedí cordialmente de él. Y hasta ahora.
4 En uno de mis primeros trabajos tuve que pasar por la experiencia de ser teleoperador. Todo el mundo hablaba de una de las jefas con mucho temor, como si fuera a comerse a alguien. La verdad es que ya durante los primeros días la vi salir de una especie de pecera desde donde lo vigilaba todo para soltar un montón de gritos que hacían que la gente saliera huyendo de la máquina de café para atender el teléfono.
A mí sólo me echó una bronca personalmente y fue porque me encontró recostado sobre una de las nuevas sillas. Empezó a gritarme: ¿La quieres romper? ¿La quieres romper? Y se fue encolerizada.
A medida que la empresa creció, la señora se volvió cada día más invisible, aunque sé de buena tinta que tras su firma se escondieron los ascensos más increíbles y los despidos más crueles.
Luego, un gran grupo absorbió la empresa y ella no hizo más que poner palos en las ruedas del comité de empresa. Bueno, aparte consiguió una buena indemnización por despido. Toda solidaridad y altruismo.
3 El tercero en la lista controla uno de los grupos hoteleros más importantes de Benidorm, manda bastante en el PP regional y me tocó sufrirlo como jefe supremo en mi primer trabajo con contrato, como recepcionista de un camping.
Lo primero que me llamó la atención es que cuando nos contrataron no había camping: apenas una caseta y un restaurante a medio hacer. Por eso quizá me obligó a pasar por uno de sus hoteles sin entender ni jota del sistema informático. Como detalle de su buena disposición me hizo trabajar una Nochevieja desde las doce hasta las cuatro de la mañana a pesar de que ya había gente de sobra en la recepción del hotel.Pasaron unas semanas y me dijeron que volviera al camping con los demás. El trabajo era surrealista: no había ni una sola caravana... en parte porque todavía no habían preparado las instalaciones eléctricas ni las tomas de agua de las parcelas.
Además, me obligaban a vestir un peto absurdo para hacer publicidad de un castillo medieval en el que la limpiadora del camping hacía de condesa en los fines de semana.
El mandamás me echó dos broncas muy cabreado. La primera, porque al descolgar el teléfono no reconocí su voz, aunque en aquel momento todavía no lo había visto nunca.
La segunda, porque desconocía cómo se activaban las luces del descampado -que yo creí que funcionaban de forma automática- en mi primera semana en el turno de tarde.
Un día, un compañero de recepción robó veinte mil pesetas. Lo echaron. Sin embargo, al cabo de unos meses me enteré que lo habían readmitido como jefe de animación del hotel principal. Aguanté casi seis meses en aquel camping demencial. Prometí no trabajar nunca más para ese tirano y espero que se hunda con todo su imperio de cartón piedra, de sueldos miserables y de especulaciones inmobiliarias a la sombra de sus amigos, los políticos de la derechona.
2 Entre una revista y otra, la primera como subdirector, la segunda como director, me apunté a una oferta de Infojobs para trabajar de redactor en una conocida empresa de contenidos informáticos.
Pasé las pruebas y las entrevistas y todo parecía de cine: los horarios flexibles, el buen rollo con la gente, el material de trabajo, etc. Excepto por el sueldo, una ruina, todo eran ventajas, hasta que conocí la verdadera cara de mi coordinador.
Este personaje, la verdad, trabajaba como una bestia y con bastante eficacia, aunque con ninguna brillantez (sus textos más que anodinos parecen entierros de letras). Con todo, tenía (tiene) un defecto peor: una maldad casi rayando con la psicopatía. Al principio me dio una charla extensa sobre el funcionamiento de los programas y durante una semana me dedicó una hora cada día para enseñarme el complejo sistema.
Sin embargo, a la segunda semana empezó a molestarse porque le preguntara. Primero no me respondía y me dejaba con la duda. Luego, me culpaba de no tener iniciativa. Cansado de este humillante trato, decidí buscarme la vida y empecé a tomar decisiones. Entonces, empezó a censurarme los artículos sin motivos justificados y ya al cabo de un mes, el colmo, se tomó a burla mis preocupaciones para hacer bien el trabajo. En serio, le preguntaba algo y se quedaba de brazos cruzando mientras me observaba tratando de solucionar un problema. El tipo se reía en mi cara y yo tenía que aguantar.
No contento con estos desplantes, estableció unas normas: no se le podía preguntar nada ni siquiera vía mensajería instantánea. Aparte, todo su buen rollo inicial se fue al garete: le propuse jugar con él al fútbol para limar asperezas y al confesarle que no jugaba demasiado bien, me dijo que no le interesaba.
Por si fuera poco, el cacharro de ordenador que me tocó más tarde en (mala) suerte se estropeaba cada dos por tres y ¿a quién echaba la culpa? A mí. Por suerte para mi salud mental uno de los técnicos me dijo meses más tarde de dejar la empresa que ese mismo ordenador había dado muchos problemas después. O sea, otro ataque gratuito.
Lo que más me hirió fue que en una fiesta, tras decirme indignado que le habían acusado de perseguir a las chicas de la oficina (y era verdad), se mofó de mí asegurándome que todo el mundo se metía conmigo. ¿A dónde quería llegar con eso? ¿Se pensaba que de verdad me iba a minar la autoestima con estos comentarios?
Tampoco fui muy inteligente al compartir mis discrepancias con la, en principio, encantadora responsable de recursos humanos. Resultó ser muy buena amiga de mi coordinador y en lugar de poner solución al conflicto me ayudó a cavar mi tumba. Las últimas semanas antes de recibir una oferta para dirigir la revista (uno de los peores errores de mi vida, ver siguiente jefe) llegué a la conclusión de que al coordinador no le hacía gracia que le corrigiera sus propios textos y es que ¡yo tengo dos títulos de corrector de textos! Por tanto, mi intención era únicamente mejorar la calidad de lo que salía publicado. Nunca quise herir su ego. Ahora con el tiempo veo que fue el principal motivo para que ese coordinador rencoroso me tachara para siempre de su lista. Apenas tenía estudios y, por supuesto, carece de formación lingüística. Pues bien, no le gustaba que su compañero, yo, tuviera otro perfil.
¿Más pruebas? Me fui de buenas de la empresa y cuando vi que las cosas iban mal en la editorial intenté volver en cuanto vi otra oferta de Infojobs. El muy simpático dio el visto bueno a los diferentes pasos del sistema para, al final, rechazar mi candidatura (las ofertas de Infojobs funcionan así, superando cribas). Le pedí explicaciones, pero no me contestó. En la segunda selección, al poco tiempo, volví a postular y esta vez me rechazó en el primer paso. Intenté ponerme en contacto con él o con la jefa de recursos humanos y no obtuve ninguna respuesta. Finalmente, pude hablar con él por teléfono y pareció cordial. Un espejismo: un buen amigo me contó que se había estado burlando de mi insistencia con su amiga, la de recursos humanos. Me trató de pesado entre risas.
Afortunadamente llegué a la conclusión de que este coordinador, por rápido que haga su trabajo, es incapaz de sociabilizar con nadie que no sea un montón de chips y megabytes. Con lo que resulta que es un coordinador incapaz, porque no consigue más que desunir a su grupo de trabajo. Además, no le cuesta nada sacar su parte más cruel para destrozar al compañero (para él, si piensa, se convierte en un rival). Dicen que la empresa en la que estuve y en la que sigue este sujeto es una de las que mejor tratan a sus empleados. Sin personas como él tal vez se acercaría a la verdad.
1 El primer puesto corresponde a la experiencia que más me ha escocido. También es la más reciente. Por eso puede resultar un poco larga. Trataré de ser sintético, pero resulta imprescindible apuntar algunos detalles para que nadie crea que todo es fruto de un delirio.
El peor de mis jefes me jorobó bien en dos fases. En primer lugar, trabajé como segundo de a bordo de la revista que dirigía. Pasé unas pruebas y en cuanto me contrató empezó a aprovecharse de mi buena disposición. A las tres semanas descubrí que cada mes trabajaría, como mínimo, durante todo un fin de semana. Cuando pedí unos días de compensación apenas recibí uno y con muy malos modos: me trataron de aprovechado. En realidad, mi jefe directo, él, no me mostraba nunca los dientes. Siempre usaba al administrador de la empresa para darme los recados, que a su vez usaba a la gerente de la editorial que a lo largo de los años me dirigió media decena de frases. El caso es que nunca más volví a recibir un solo día de compensación y trabajar durante los fines de semana se convirtió en una horrible costumbre. Y no, tampoco me lo recompensaron con dinero.
Después de año y medio de salir siempre más tarde de lo normal, de llevarme trabajo a casa, etc., al tipo le dio por desconfiar de mi rendimiento y se convirtió en mi perro guardián. Sin embargo, el día que la gerente le pidió un movimiento para salvar la revista se quedó callado durante varias semanas y tomó una decisión: dejar morir la revista. Le dijeron o haces algunos cambios o tendremos que cerrarla. Y se cerró. Conclusión: terminé en la calle junto a mis compañeros. Él, el responsable principal del fracaso de la revista, se quedó en la editorial y no sólo eso, sino que ascendió. Lo peor es que el último día le prometí que si emprendía otro proyecto le acompañaría.
Todavía carecía de una perspectiva clara de su culpabilidad en todo el asunto y realmente le había tomado cariño. Por eso se lo prometí con el corazón.
Un pésimo día, cuando estaba aburrido pero tranquilo en una empresa con muy buen ambiente (ver el segundo peor jefe), me llamó para dirigir una revista que otra persona había abandonado por exceso de presión. Me costó mucho decidirme y gente de su entorno me aconsejó no aceptar la propuesta. Sin embargo, pensé que era una buena oportunidad. Sería director de una revista. Yo, un chico de pueblo recién llegado a Barcelona. Por pura soberbia, piqué, y lo pagué muy caro.
Durante las negociaciones este personaje se mostró encantador y me contó las mil maravillas del proyecto. En cuanto acepté el cargo, todo cambió. El mismo día, el primero de todos, me abroncó en un aparte por no involucrarme suficientemente en el proyecto. Todo estaba por hacer y la culpa era mía. Me quedé tan sorprendido que ni siquiera le pude replicar que era mi primer día y que yo no tenía culpa de que faltaran tres semanas para el cierre sin que nadie hubiera hecho ni una sola gestión.
Con el tiempo la cosa fue a peor. Como responsable de publicaciones se supone que tenía que supervisar mi trabajo, pero enseguida dio a conocer su verdadera función: hacer y deshacer a su antojo.
Yo me rompía los cuernos logrando que los colaboradores trabajasen con cada vez menos presupuesto y que los medios hiciesen caso a una revista que salió sin publicidad alguna, y él me criticaba todo lo que hacía, primero en privado, y luego delante del resto de compañeros. Además, en cada cierre de número se dedicaba a ralentizar el ritmo y romper toda mi planificación por culpa de uno de sus muchísimos defectos: el buen hombre es obsesivo compulsivo hasta un grado máximo. Todo el mundo lo sabe menos él. Por poner un ejemplo, es capaz de tirarse cuatro horas con un par de páginas durante la madrugada y dormirse al día siguiente sobre el teclado. Y si incumple la fecha del cierre, que debería ser sagrada, cosa que hacía casi siempre, comete la osadía de pedir retoques ínfimos en una letra de la portada cuando tiene a medio equipo a las diez o las once de la noche en la redacción a pesar de que su jornada termina a las seis y media.
Luego, el asunto se agravó, porque le dieron la dirección de otra revista. Entonces, empezó a darme más trabajo por el mismo dinero, el que ya tenía más parte de lo que su equipo debería de hacer y no hizo. Y mis jornadas laborales se eternizaron. Y mi frustración por su descontento se hizo infinito. Para resumir aquella pesadilla tengo que decir que nunca nadie me ha presionado tanto, a pesar de que creía que había una amistad entre los dos, a pesar de que acudí en su ayuda en cuanto me requirió.
El caso es que me hizo mobbing en toda regla: me cambió de ordenador y de sistema operativo unas cuantas veces, incluso intentó trasladarme a una habitación aislada del resto. Me negué y me lo hizo pagar. Aumentó sin miramientos mi carga de trabajo hasta que no pude más: dirigía una revista, me encargaba de dos secciones de la suya, de la corrección de varias páginas y, además, tenía que echar una mano en una línea de libros nueva editando volúmenes enteros. Los últimos meses asistí a mi trabajo con una ansiedad del quince que traté de ocultar, convencido de que mi deber era hacer el trabajo lo mejor posible. Podría haber pedido una baja, pero no lo hice.
Un día no pude más y me largué. Ni siquiera agoté los quince días de rigor (el administrador me mostró con todo lujo de cálculos el dinero que había perdido por hacerlo de esto modo). Antes, mi traicionero jefe y el administrador intentaron coaccionarme para que trabajara casi gratis desde casa y les dije que no. Me trataron de sinvergüenza. Bueno, la verdad es que él sólo asintió los improperios del administrador que, como ejemplo de su eficacia, no sabía siquiera el número de conexiones de Internet que su empresa había contratado por no hablar de sus envíos por e-mail de muy mal gusto y de sus intrincadas formas de cargarse a los empleados mediante la difamación, el espionaje y lo que hiciera falta (una vez llegó a contratar a una recepcionista durante cuatro horas. Después se dio cuenta de que no era la persona idónea, a pesar de que ya en la espera para la entrevista toda la redacción se había dado cuenta de que no tenía los modales básicos).
Como anticipé a mis compañeros, una vez me libré de esa empresa maldita, mi jefe consiguió que cerrasen mi revista, la suya y otra que dirigió durante apenas un par de meses cubriendo una sustitución (la cabecera principal de la editorial y que llevaba un montón de años en la casa). Todo un récord.
Supongo que en su currículum destacará con letras gordas que ejerció de jefe de publicaciones. La realidad es que como jefe de publicaciones apenas se mojó tomando un par de decisiones y todas desembocaron en desastre. Supo nadar, guardar la ropa y ahogar a los que no se espabilaron.
No tuvo reparos en lamerle el culo a quién le interesaba, esquivar a los trabajadores con mucho más carácter que yo (permitiéndoles no pegar ni golpe) y aprovecharse de los tontos como un servidor, que cuando van al trabajo, intentan dar lo mejor de sí.
Lo cierto es que como compañero y ex amigo, jamás dio la cara por mí ni por sus más íntimos amigos. Al contrario. ¿Hay algo peor que la deslealtad? Me da la sensación que siempre ocupará el primer puesto en este siniestro ranking de los peores jefes de mi vida. En el fondo, lo que más me jode es que se suele ir de rositas de todas partes y a la mayoría de la gente confunde su indumentaria de pijo, su cara de niño bueno y su capacidad para hacer creer a todo el mundo que trabaja más que nadie sólo porque se queda durante noches enteras en el despacho. Lo que pocos saben es que a la mañana siguiente sólo ha conseguido terminar cuatro o cinco páginas, lo que los demás hacemos en un par de horas. Por no hablar de que si se queda toda la noche, al día siguiente duerme hasta el mediodía y viene a medio gas. ¿Tiene sentido?
Tan quemado sigo con este siniestro personaje que he estado tentado de poner su nombre, porque a quien le toque como jefe o como mero compañero le espera la peor de las maldiciones. Y no se lo deseo a nadie.
Para terminar, un juramento: nunca dejaré que nadie se sobrepase conmigo, abuse de mi tiempo y dinero, o juegue con mis sentimientos. Por muy jefe que sea. Os aconsejo tolerancia cero con los jefes desalmados.
5 Empezamos por el quinto. Es el responsable de una revista de cine. Aceptó mis colaboraciones sin hacerme ninguna prueba. Aquello me mosqueó un poco, pero como en el fondo me beneficiaba no dije nada y seguí trabajando, con una particularidad: el tipo sólo me enviaba e-mails con los artículos que necesitaba; en cambio se negaba a pasarme algo básico para un trabajador autónomo, las tarifas por los distintos tipos de artículos. Tampoco me comunicaba nada tras recibir los textos (lo normal es que se quejen de que va corto, largo, etc.).
Lo más curioso es que ni siquiera llegó a decirme el número de caracteres aproximados de cada tipo de artículo, algo básico en el mundo de las revistas. Ni siquiera supe nunca si mi trabajo le parecía adecuado. El caso es que un día le apreté pidiéndole de una vez por todas cuánto y cuándo iba a cobrar por mi trabajo y no le sentó nada bien. A pesar de haber cumplido mi sueño, trabajar para una revista de cine, salí muy escaldado y la relación se enfrió hasta que me despedí cordialmente de él. Y hasta ahora.
4 En uno de mis primeros trabajos tuve que pasar por la experiencia de ser teleoperador. Todo el mundo hablaba de una de las jefas con mucho temor, como si fuera a comerse a alguien. La verdad es que ya durante los primeros días la vi salir de una especie de pecera desde donde lo vigilaba todo para soltar un montón de gritos que hacían que la gente saliera huyendo de la máquina de café para atender el teléfono.
A mí sólo me echó una bronca personalmente y fue porque me encontró recostado sobre una de las nuevas sillas. Empezó a gritarme: ¿La quieres romper? ¿La quieres romper? Y se fue encolerizada.
A medida que la empresa creció, la señora se volvió cada día más invisible, aunque sé de buena tinta que tras su firma se escondieron los ascensos más increíbles y los despidos más crueles.
Luego, un gran grupo absorbió la empresa y ella no hizo más que poner palos en las ruedas del comité de empresa. Bueno, aparte consiguió una buena indemnización por despido. Toda solidaridad y altruismo.
3 El tercero en la lista controla uno de los grupos hoteleros más importantes de Benidorm, manda bastante en el PP regional y me tocó sufrirlo como jefe supremo en mi primer trabajo con contrato, como recepcionista de un camping.
Lo primero que me llamó la atención es que cuando nos contrataron no había camping: apenas una caseta y un restaurante a medio hacer. Por eso quizá me obligó a pasar por uno de sus hoteles sin entender ni jota del sistema informático. Como detalle de su buena disposición me hizo trabajar una Nochevieja desde las doce hasta las cuatro de la mañana a pesar de que ya había gente de sobra en la recepción del hotel.Pasaron unas semanas y me dijeron que volviera al camping con los demás. El trabajo era surrealista: no había ni una sola caravana... en parte porque todavía no habían preparado las instalaciones eléctricas ni las tomas de agua de las parcelas.
Además, me obligaban a vestir un peto absurdo para hacer publicidad de un castillo medieval en el que la limpiadora del camping hacía de condesa en los fines de semana.
El mandamás me echó dos broncas muy cabreado. La primera, porque al descolgar el teléfono no reconocí su voz, aunque en aquel momento todavía no lo había visto nunca.
La segunda, porque desconocía cómo se activaban las luces del descampado -que yo creí que funcionaban de forma automática- en mi primera semana en el turno de tarde.
Un día, un compañero de recepción robó veinte mil pesetas. Lo echaron. Sin embargo, al cabo de unos meses me enteré que lo habían readmitido como jefe de animación del hotel principal. Aguanté casi seis meses en aquel camping demencial. Prometí no trabajar nunca más para ese tirano y espero que se hunda con todo su imperio de cartón piedra, de sueldos miserables y de especulaciones inmobiliarias a la sombra de sus amigos, los políticos de la derechona.
2 Entre una revista y otra, la primera como subdirector, la segunda como director, me apunté a una oferta de Infojobs para trabajar de redactor en una conocida empresa de contenidos informáticos.
Pasé las pruebas y las entrevistas y todo parecía de cine: los horarios flexibles, el buen rollo con la gente, el material de trabajo, etc. Excepto por el sueldo, una ruina, todo eran ventajas, hasta que conocí la verdadera cara de mi coordinador.
Este personaje, la verdad, trabajaba como una bestia y con bastante eficacia, aunque con ninguna brillantez (sus textos más que anodinos parecen entierros de letras). Con todo, tenía (tiene) un defecto peor: una maldad casi rayando con la psicopatía. Al principio me dio una charla extensa sobre el funcionamiento de los programas y durante una semana me dedicó una hora cada día para enseñarme el complejo sistema.
Sin embargo, a la segunda semana empezó a molestarse porque le preguntara. Primero no me respondía y me dejaba con la duda. Luego, me culpaba de no tener iniciativa. Cansado de este humillante trato, decidí buscarme la vida y empecé a tomar decisiones. Entonces, empezó a censurarme los artículos sin motivos justificados y ya al cabo de un mes, el colmo, se tomó a burla mis preocupaciones para hacer bien el trabajo. En serio, le preguntaba algo y se quedaba de brazos cruzando mientras me observaba tratando de solucionar un problema. El tipo se reía en mi cara y yo tenía que aguantar.
No contento con estos desplantes, estableció unas normas: no se le podía preguntar nada ni siquiera vía mensajería instantánea. Aparte, todo su buen rollo inicial se fue al garete: le propuse jugar con él al fútbol para limar asperezas y al confesarle que no jugaba demasiado bien, me dijo que no le interesaba.
Por si fuera poco, el cacharro de ordenador que me tocó más tarde en (mala) suerte se estropeaba cada dos por tres y ¿a quién echaba la culpa? A mí. Por suerte para mi salud mental uno de los técnicos me dijo meses más tarde de dejar la empresa que ese mismo ordenador había dado muchos problemas después. O sea, otro ataque gratuito.
Lo que más me hirió fue que en una fiesta, tras decirme indignado que le habían acusado de perseguir a las chicas de la oficina (y era verdad), se mofó de mí asegurándome que todo el mundo se metía conmigo. ¿A dónde quería llegar con eso? ¿Se pensaba que de verdad me iba a minar la autoestima con estos comentarios?
Tampoco fui muy inteligente al compartir mis discrepancias con la, en principio, encantadora responsable de recursos humanos. Resultó ser muy buena amiga de mi coordinador y en lugar de poner solución al conflicto me ayudó a cavar mi tumba. Las últimas semanas antes de recibir una oferta para dirigir la revista (uno de los peores errores de mi vida, ver siguiente jefe) llegué a la conclusión de que al coordinador no le hacía gracia que le corrigiera sus propios textos y es que ¡yo tengo dos títulos de corrector de textos! Por tanto, mi intención era únicamente mejorar la calidad de lo que salía publicado. Nunca quise herir su ego. Ahora con el tiempo veo que fue el principal motivo para que ese coordinador rencoroso me tachara para siempre de su lista. Apenas tenía estudios y, por supuesto, carece de formación lingüística. Pues bien, no le gustaba que su compañero, yo, tuviera otro perfil.
¿Más pruebas? Me fui de buenas de la empresa y cuando vi que las cosas iban mal en la editorial intenté volver en cuanto vi otra oferta de Infojobs. El muy simpático dio el visto bueno a los diferentes pasos del sistema para, al final, rechazar mi candidatura (las ofertas de Infojobs funcionan así, superando cribas). Le pedí explicaciones, pero no me contestó. En la segunda selección, al poco tiempo, volví a postular y esta vez me rechazó en el primer paso. Intenté ponerme en contacto con él o con la jefa de recursos humanos y no obtuve ninguna respuesta. Finalmente, pude hablar con él por teléfono y pareció cordial. Un espejismo: un buen amigo me contó que se había estado burlando de mi insistencia con su amiga, la de recursos humanos. Me trató de pesado entre risas.
Afortunadamente llegué a la conclusión de que este coordinador, por rápido que haga su trabajo, es incapaz de sociabilizar con nadie que no sea un montón de chips y megabytes. Con lo que resulta que es un coordinador incapaz, porque no consigue más que desunir a su grupo de trabajo. Además, no le cuesta nada sacar su parte más cruel para destrozar al compañero (para él, si piensa, se convierte en un rival). Dicen que la empresa en la que estuve y en la que sigue este sujeto es una de las que mejor tratan a sus empleados. Sin personas como él tal vez se acercaría a la verdad.
1 El primer puesto corresponde a la experiencia que más me ha escocido. También es la más reciente. Por eso puede resultar un poco larga. Trataré de ser sintético, pero resulta imprescindible apuntar algunos detalles para que nadie crea que todo es fruto de un delirio.
El peor de mis jefes me jorobó bien en dos fases. En primer lugar, trabajé como segundo de a bordo de la revista que dirigía. Pasé unas pruebas y en cuanto me contrató empezó a aprovecharse de mi buena disposición. A las tres semanas descubrí que cada mes trabajaría, como mínimo, durante todo un fin de semana. Cuando pedí unos días de compensación apenas recibí uno y con muy malos modos: me trataron de aprovechado. En realidad, mi jefe directo, él, no me mostraba nunca los dientes. Siempre usaba al administrador de la empresa para darme los recados, que a su vez usaba a la gerente de la editorial que a lo largo de los años me dirigió media decena de frases. El caso es que nunca más volví a recibir un solo día de compensación y trabajar durante los fines de semana se convirtió en una horrible costumbre. Y no, tampoco me lo recompensaron con dinero.
Después de año y medio de salir siempre más tarde de lo normal, de llevarme trabajo a casa, etc., al tipo le dio por desconfiar de mi rendimiento y se convirtió en mi perro guardián. Sin embargo, el día que la gerente le pidió un movimiento para salvar la revista se quedó callado durante varias semanas y tomó una decisión: dejar morir la revista. Le dijeron o haces algunos cambios o tendremos que cerrarla. Y se cerró. Conclusión: terminé en la calle junto a mis compañeros. Él, el responsable principal del fracaso de la revista, se quedó en la editorial y no sólo eso, sino que ascendió. Lo peor es que el último día le prometí que si emprendía otro proyecto le acompañaría.
Todavía carecía de una perspectiva clara de su culpabilidad en todo el asunto y realmente le había tomado cariño. Por eso se lo prometí con el corazón.
Un pésimo día, cuando estaba aburrido pero tranquilo en una empresa con muy buen ambiente (ver el segundo peor jefe), me llamó para dirigir una revista que otra persona había abandonado por exceso de presión. Me costó mucho decidirme y gente de su entorno me aconsejó no aceptar la propuesta. Sin embargo, pensé que era una buena oportunidad. Sería director de una revista. Yo, un chico de pueblo recién llegado a Barcelona. Por pura soberbia, piqué, y lo pagué muy caro.
Durante las negociaciones este personaje se mostró encantador y me contó las mil maravillas del proyecto. En cuanto acepté el cargo, todo cambió. El mismo día, el primero de todos, me abroncó en un aparte por no involucrarme suficientemente en el proyecto. Todo estaba por hacer y la culpa era mía. Me quedé tan sorprendido que ni siquiera le pude replicar que era mi primer día y que yo no tenía culpa de que faltaran tres semanas para el cierre sin que nadie hubiera hecho ni una sola gestión.
Con el tiempo la cosa fue a peor. Como responsable de publicaciones se supone que tenía que supervisar mi trabajo, pero enseguida dio a conocer su verdadera función: hacer y deshacer a su antojo.
Yo me rompía los cuernos logrando que los colaboradores trabajasen con cada vez menos presupuesto y que los medios hiciesen caso a una revista que salió sin publicidad alguna, y él me criticaba todo lo que hacía, primero en privado, y luego delante del resto de compañeros. Además, en cada cierre de número se dedicaba a ralentizar el ritmo y romper toda mi planificación por culpa de uno de sus muchísimos defectos: el buen hombre es obsesivo compulsivo hasta un grado máximo. Todo el mundo lo sabe menos él. Por poner un ejemplo, es capaz de tirarse cuatro horas con un par de páginas durante la madrugada y dormirse al día siguiente sobre el teclado. Y si incumple la fecha del cierre, que debería ser sagrada, cosa que hacía casi siempre, comete la osadía de pedir retoques ínfimos en una letra de la portada cuando tiene a medio equipo a las diez o las once de la noche en la redacción a pesar de que su jornada termina a las seis y media.
Luego, el asunto se agravó, porque le dieron la dirección de otra revista. Entonces, empezó a darme más trabajo por el mismo dinero, el que ya tenía más parte de lo que su equipo debería de hacer y no hizo. Y mis jornadas laborales se eternizaron. Y mi frustración por su descontento se hizo infinito. Para resumir aquella pesadilla tengo que decir que nunca nadie me ha presionado tanto, a pesar de que creía que había una amistad entre los dos, a pesar de que acudí en su ayuda en cuanto me requirió.
El caso es que me hizo mobbing en toda regla: me cambió de ordenador y de sistema operativo unas cuantas veces, incluso intentó trasladarme a una habitación aislada del resto. Me negué y me lo hizo pagar. Aumentó sin miramientos mi carga de trabajo hasta que no pude más: dirigía una revista, me encargaba de dos secciones de la suya, de la corrección de varias páginas y, además, tenía que echar una mano en una línea de libros nueva editando volúmenes enteros. Los últimos meses asistí a mi trabajo con una ansiedad del quince que traté de ocultar, convencido de que mi deber era hacer el trabajo lo mejor posible. Podría haber pedido una baja, pero no lo hice.
Un día no pude más y me largué. Ni siquiera agoté los quince días de rigor (el administrador me mostró con todo lujo de cálculos el dinero que había perdido por hacerlo de esto modo). Antes, mi traicionero jefe y el administrador intentaron coaccionarme para que trabajara casi gratis desde casa y les dije que no. Me trataron de sinvergüenza. Bueno, la verdad es que él sólo asintió los improperios del administrador que, como ejemplo de su eficacia, no sabía siquiera el número de conexiones de Internet que su empresa había contratado por no hablar de sus envíos por e-mail de muy mal gusto y de sus intrincadas formas de cargarse a los empleados mediante la difamación, el espionaje y lo que hiciera falta (una vez llegó a contratar a una recepcionista durante cuatro horas. Después se dio cuenta de que no era la persona idónea, a pesar de que ya en la espera para la entrevista toda la redacción se había dado cuenta de que no tenía los modales básicos).
Como anticipé a mis compañeros, una vez me libré de esa empresa maldita, mi jefe consiguió que cerrasen mi revista, la suya y otra que dirigió durante apenas un par de meses cubriendo una sustitución (la cabecera principal de la editorial y que llevaba un montón de años en la casa). Todo un récord.
Supongo que en su currículum destacará con letras gordas que ejerció de jefe de publicaciones. La realidad es que como jefe de publicaciones apenas se mojó tomando un par de decisiones y todas desembocaron en desastre. Supo nadar, guardar la ropa y ahogar a los que no se espabilaron.
No tuvo reparos en lamerle el culo a quién le interesaba, esquivar a los trabajadores con mucho más carácter que yo (permitiéndoles no pegar ni golpe) y aprovecharse de los tontos como un servidor, que cuando van al trabajo, intentan dar lo mejor de sí.
Lo cierto es que como compañero y ex amigo, jamás dio la cara por mí ni por sus más íntimos amigos. Al contrario. ¿Hay algo peor que la deslealtad? Me da la sensación que siempre ocupará el primer puesto en este siniestro ranking de los peores jefes de mi vida. En el fondo, lo que más me jode es que se suele ir de rositas de todas partes y a la mayoría de la gente confunde su indumentaria de pijo, su cara de niño bueno y su capacidad para hacer creer a todo el mundo que trabaja más que nadie sólo porque se queda durante noches enteras en el despacho. Lo que pocos saben es que a la mañana siguiente sólo ha conseguido terminar cuatro o cinco páginas, lo que los demás hacemos en un par de horas. Por no hablar de que si se queda toda la noche, al día siguiente duerme hasta el mediodía y viene a medio gas. ¿Tiene sentido?
Tan quemado sigo con este siniestro personaje que he estado tentado de poner su nombre, porque a quien le toque como jefe o como mero compañero le espera la peor de las maldiciones. Y no se lo deseo a nadie.
Para terminar, un juramento: nunca dejaré que nadie se sobrepase conmigo, abuse de mi tiempo y dinero, o juegue con mis sentimientos. Por muy jefe que sea. Os aconsejo tolerancia cero con los jefes desalmados.
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