Allá donde se erosiona la cara norte de una ladera, quizá, más abajo y de forma casi imperceptible, se está labrando un prado. Igual sucede con un bosque quemado: lentamente se regenera. Quizá en otra cosa, porque aunque uno se encapriche de uno de los pinos y le tenga especial cariño, la naturaleza no tendrá en cuenta la pérdida de un árbol, simplemente regenerará las plantas que se perdieron en la medida de lo posible.
Tal es así que, con toda seguridad, si los pinos fueron plantados por el hombre donde antes había, por ejemplo, alcornoques, puedes apostar a que aquel terreno quedará despojado de alcornoques, pero ese pino en el que trazaste tu promesa de amor, por más que lo desees, no volverá. Ni ningún otro como no sea que las autoridades se empeñen en replantarlos. Y si lo hacen al tuntún (como ocurre normalmente, pues se planta lo más rentable y no las especies endémicas), volverán a desaparecer, porque la naturaleza no obedece imperativos humanos.
El concepto del yo está abocado a un final trágico. Cimentado por una pequeña parte biológica y una gran proporción de vivencias, pensamientos y emociones, sobre todo de pensamientos que generan emociones y otros pensamientos, la destrucción del cerebro está garantizada y pasarán a lo sumo cien años, casi nada si lo comparamos con la edad del ser humano, y absolutamente nada si lo comparamos con el origen del Universo, pasará el tiempo que pase, digo, pero el cerebro y todos nuestros recuerdos, axiomas, conexiones, etc. se volatizarán.
Ya en vida el yo resulta bastante insoportable. De hecho, es el culpable de todos los suicidios y asesinatos.
El yo tiene querencia a los malos recuerdos y a los traumas: es en realidad, muy débil, quizá porque se sabe perecedero e inferior a la naturaleza.
Por eso, el cúmulo de desengaños, de fracasos, de fobias y de filias tienen una importancia relativa. Aunque como el yo resulta demasiado inepto, nos pasemos la vida quejándonos, lamentándonos, anhelando un tiempo mejor, envidiando otras proyecciones de la vida que creemos ver en gente como nosotros y así hasta negarnos el disfrute del presente y del espacio.
Incluso, en el supuesto de que algo de nosotros trascienda el trago de la muerte, el yo, puesto que habita en el cerebro poco o nada tendrá que decir. Quizá trasciendan algunos estados y emociones que no sabemos a ciencia cierta de dónde proceden y que son universales. Es el vínculo que nos une a todos los demás seres de la naturaleza: el instinto de supervivencia, el apego a la vida, la necesidad de transcender, etc.
Sobre cómo convivir con el yo o, mejor dicho, cómo disfrutar de la vida sin el yo, se han escrito millones de páginas. En Asia nos llevan muchísima ventaja y desde Occidente la mayoría de seudofilósofos intentan hacérnoslo más fácil echando mano de simplicidades, refritos, para que el yo lo comprenda, cuando paradójicamente se trata de librarse de ese tirano. Quizá porque es el yo el que toma la decisión de comprar compulsivamente libros de autoayuda, el que se apunta a cursos de coaching y el que decide psicoanalizarse.
Ilustración tomada del blog Pequeñeces
Tal es así que, con toda seguridad, si los pinos fueron plantados por el hombre donde antes había, por ejemplo, alcornoques, puedes apostar a que aquel terreno quedará despojado de alcornoques, pero ese pino en el que trazaste tu promesa de amor, por más que lo desees, no volverá. Ni ningún otro como no sea que las autoridades se empeñen en replantarlos. Y si lo hacen al tuntún (como ocurre normalmente, pues se planta lo más rentable y no las especies endémicas), volverán a desaparecer, porque la naturaleza no obedece imperativos humanos.
El concepto del yo está abocado a un final trágico. Cimentado por una pequeña parte biológica y una gran proporción de vivencias, pensamientos y emociones, sobre todo de pensamientos que generan emociones y otros pensamientos, la destrucción del cerebro está garantizada y pasarán a lo sumo cien años, casi nada si lo comparamos con la edad del ser humano, y absolutamente nada si lo comparamos con el origen del Universo, pasará el tiempo que pase, digo, pero el cerebro y todos nuestros recuerdos, axiomas, conexiones, etc. se volatizarán.
Ya en vida el yo resulta bastante insoportable. De hecho, es el culpable de todos los suicidios y asesinatos.
El yo tiene querencia a los malos recuerdos y a los traumas: es en realidad, muy débil, quizá porque se sabe perecedero e inferior a la naturaleza.
Por eso, el cúmulo de desengaños, de fracasos, de fobias y de filias tienen una importancia relativa. Aunque como el yo resulta demasiado inepto, nos pasemos la vida quejándonos, lamentándonos, anhelando un tiempo mejor, envidiando otras proyecciones de la vida que creemos ver en gente como nosotros y así hasta negarnos el disfrute del presente y del espacio.
Incluso, en el supuesto de que algo de nosotros trascienda el trago de la muerte, el yo, puesto que habita en el cerebro poco o nada tendrá que decir. Quizá trasciendan algunos estados y emociones que no sabemos a ciencia cierta de dónde proceden y que son universales. Es el vínculo que nos une a todos los demás seres de la naturaleza: el instinto de supervivencia, el apego a la vida, la necesidad de transcender, etc.
Sobre cómo convivir con el yo o, mejor dicho, cómo disfrutar de la vida sin el yo, se han escrito millones de páginas. En Asia nos llevan muchísima ventaja y desde Occidente la mayoría de seudofilósofos intentan hacérnoslo más fácil echando mano de simplicidades, refritos, para que el yo lo comprenda, cuando paradójicamente se trata de librarse de ese tirano. Quizá porque es el yo el que toma la decisión de comprar compulsivamente libros de autoayuda, el que se apunta a cursos de coaching y el que decide psicoanalizarse.
Ilustración tomada del blog Pequeñeces
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