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Érase una vez una novela sin publicar

El cine y la literatura han conseguido solidificar dos imágenes muy socorridas sobre el novelista.

En una vemos al escritor sentado junto a una vidriera con vistas al lago. Usa una máquina de escribir tan bonita como vieja, pero no se cansa demasiado porque enseguida se levanta y se baña junto a una chica de portada del Playboy.

En la otra, el escritor tiene todos los vicios conocidos, vive en un cuartucho sin ventanas y debe humillarse para que el casero le perdone otro mes de alquiler. Siempre tiene el pelo largo y presenta una barba de cinco días. Como si para afeitarse fuera necesario heredar de la Duquesa de Alba.

A veces, muy pocas veces, surge un artista que comparte una visión menos estereotipada del novelista, pero es curioso: el espectador o el lector no se lo acaban de creer. ¿Una persona corriente que se dedica a escribir?


El otro día terminé Raval Sunrise, mi tercer intento de novela. Tras hacerle unos retoques de última hora la la imprimí (en realidad se lo pedí a mi compañera, porque estaba hasta el gorro de tanto revisar el texto). Después de pasar por la multicopista, la llevé al Registro de la Propiedad Intelectual, que es un trámite que no sirve para nada y cuesta cinco euros y pico sin contar las impresiones, la fotocopia del DNI y la encuadernación.

No tiene utilidad, pero es como estrellar una botella contra el barco que va a zarpar por primera vez. Se tiene que hacer.

Enseguida, ya de vuelta en casa, me sentí angustiado. ¿Qué demonios hago con la novela? No conozco a nadie del sector editorial que me pueda echar una mano y tampoco me apetece mendigar a mis conocidos a ver si suena la flauta. De todas maneras, lo publiqué en Facebook. Ingenuo de mí. Los que me querrían ayudar no pueden hacer nada y si algún escritor lee mi anuncio (alguno tengo agregado) lo último que hará será darle cancha a un desconocido que igual tiene un tesoro o una birria entre manos.

Alguien me sugirió publicarlo online en formato ebook y sin costes. Quejicoso, me puse a investigar y lo que encontré fue un montón de propuestas de dudosa procedencia. Sin filtros resulta imposible averiguar si entre decenas de títulos habrá margaritas o bellotas. Igual me pudo el prejuicio, pero me pareció un paso demasiado sencillo como para arriesgarme.

Decidido. Este libro, si merece la pena, que se publique por la vía tradicional. Quise buscar editoriales, pero sólo se me ocurrían los gigantes del ramo: Anagrama, Tusquets y todos los sellos del grupo Planeta. Algunos pequeños también, pero demasiado conocidos para apostar por OTRO ESCRITOR NOVEL.

Soy tímido y soporto las negativas, pero no tolero que me traten con desdén. Así que lo descarté también.

Luego, se me ocurrió revisar listas de agentes literarios, pero los nombres me sonaban demasiado. De hecho, eran LOS MISMOS CONTACTOS de hacía diez años. Incluso las direcciones e-mail apuntaban a servidores que ya no existen.

Ahora mismo, me planteo tomarme un descanso para tomar fuerzas y planificar la estrategia para publicar la novela con la editorial que mejor trate al trabajo de tantas horas de mi vida.

Autoeditarla en papel no entra dentro de mis planes. Después de tanto trabajo, ¿voy a tener que pagarle a una empresa para que me envíen copias de MI NOVELA? ¿Y luego qué? ¿Persigo a mis amigos para que me la compren esperando que luego me alaben?

Ya no me queda ego, me lo bebí durante la juventud. Soy un artesano que ha hecho la mejor pieza que he podido. Depende de otros si seré un autor literario o un mero (y orgulloso de serlo) escribiente.

No negaré que a menudo me asaltan sueños tontorrones en los que el libro sale publicado y los lectores piden más novelas de un tal David Navarro. Pero que nadie se equivoque: de esta quimera lo que más me atrae es la posibilidad de vivir narrando historias. Lo de ganar mucho dinero, ser conocido o sentar cátedra no sólo lo descarto por improbable sino por innecesario.

Una vivienda digna, la familia a salvo de penurias y poder seguir escribiendo toda la vida. Sé que es mucho y que la palabra conformarse ofende al sentido común.

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